Roberto Alifano

http://www.robertoalifano.com/home.html

            Roberto Alifano

Es poeta, narrador, ensayista y periodista argentino, nacido en la ciudad de General Pinto. Durante sus primeros años vivió en Chile durante el gobierno de Salvador Allende, conociendo a grandes escritores de ese país, como Pablo Neruda, Nicanor Parra, Jorge Edwards y Volodia Teitelboim, siendo más tarde detenido y expulsado por la dictadura de Augusto Pinochet. Fue amanuense de Jorge Luis Borges, con el que trabajó durante 11 años (1974-1985), y con él tradujo las Fábulas de Robert Louis Stevenson, la poesía de Hermann Hesse, algunos relatos de Lewis Carroll y otros autores de poesía y literatura fantástica. Entre sus libros destacan en narrativa, Borges, biografía verbal (Premio de la Crítica Española, 1987), El misterio Shakespeare, Borges y la Divina Comedia, Borges diálogos esenciales, El Humor de Borges (1996) y Tirar manteca al techo (2009) y los poemarios De sueños y caminantes (1967), Revoque grueso (1972), Haikus y Tankas (1974), El espejo infinito (1977), Sueño que sueña (1981), Los números (1989), Donde olvidé mi sombra (1992), De los amigos (1997), Este río del invierno (1998), Alifano poesías (2004), El guardián de la luna (2005) y Cantos al amor maravilloso (2006).

Alifano ha sido profesor Honorario de las universidades de Dusseldorf y Siracusa, además de académico de número del Instituto de Cultura de México y desde 1988, dirige la revista Proa, fundada en 1922 por Jorge Luis Borges.




ANUBIS [1] 

El laberinto escribe

sobre tu mano las señales,

habla en silencio de oscura

mansión la noche insomne

donde yacen los náufragos... 

                        Norberto Silvetti Paz

                                   

                El capitán sir Richard Francis Burton se muere. Cada tanto abre los ojos y recobra lucidez. Conversamos entonces de su atrevida traducción de Las mil noches y una noche y de los placeres y horrores de este mundo que está a punto de abandonar. Me detengo en esta obra famosa porque más allá de la precisa forma rectangular, de los símbolos tipográficos, de la ordenación de las hojas y del relevante testimonio de su contemporaneidad, ese libro es un acto en el tiempo o, mejor dicho, una serie de actos donde cada lectura representa un texto distinto capaz de interpretaciones asombrosas que se superponen como las escrituras de un palimsesto y donde el primero, el más evidente, se presenta a través de una serie de pícaras anécdotas de carácter histórico y geográfico que nuestro traductor recrea con ingenio incomparable. No exagero para nada; nombrar al capitán Burton es referir Las mil noches y una noche. Ese libro infinito es una de mis relecturas predilectas. Por eso elijo acompañarlo en este momento crucial.

          -El Oriente es deslumbrante –me dice de imprevisto, apretándome la mano y su cara se ilumina-. Sus leyendas y enigmas encierran una riqueza insuperable, fabulosamente portentosa.  Cuando descubrimos ese mundo tan particular, sentimos que su magia es arrolladora y que bien podemos olvidarnos de nuestro pobre destino occidental.

          Pone énfasis en sus palabras y parece reanimarse. Luego prosigue, con voz agónica, pastosa, entrecortada, aunque segura y convincente:

          -La literatura sagrada del Oriente es una suerte de eternidad, amigo mío. Los árabes afirman que nadie puede leer El Alcorán hasta el fin; no por razones de tedio, sino porque se siente que el libro es infinito. Cada lector lo continúa, sin saberlo. Pocos occidentales han penetrado como yo en sus misterios. Mi facilidad para aprender idiomas y hablarlos me sirvió para abrirme paso en esa cultura formidable. Soy una de las personas que más ha profundizado en el Tanaj y en el Hajj, y he sobrevivido a las peores inclemencias del desierto.

         -¡Sí, lo sé! –asiento-. He leído sus escritos.

         El capitán Burton sonríe entreabriendo sus ojos vidriosos y la mueca que dibuja en su cara es un patético gesto de dolor; la fiebre lo hace arder y casi vuelve a perder el sentido. Antes había recordado su estéril polémica con el irascible doctor Arnold Hunt, quien lo denostó públicamente ante la sociedad victoriana acusándolo de impúdico; sobre todo por la revelación del Kamasutra y su no menos temeraria traducción. Aquel viejo puritano, que alguna vez lo acompañó a la Meca, era un perfecto impostor, capaz de vender a su propia madre. El capitán Burton sonríe de manera indulgente, con la sonrisa triste, melancólica, de quien ya se despide de la vida. De pronto se yergue en la cama y cierra los puños al recordar a John Hanning Speke. “La persona más endemoniada que conocí; ese sí era un canalla, un auténtico traidor”, grita con voz ronca y se desploma con los brazos ya sin fuerza.

          Tengo una larga experiencia en esto de velar a la cabecera de los moribundos. Las confesiones de quienes van a morir suelen ser sorprendentes, a veces increíbles. En ese punto de transición la sinceridad suele resultar conmovedora. Asistí a Alejandro de Macedonia y a Julio César, el romano; ambos a punto de expirar, se asumieron cobardes. Asistí a Jesús de Nazaret, a quien el Libro de Daniel y sus infieles seguidores llamaron el Cristo; es decir, el ungido con el Espíritu Santo de Yahveh.  Asistí al aristocrático Temüdyin, fundador del imperio mongol, quien pasó a la historia como rey de Mongolia bajo el nombre de Gengis Kahn, y murió blasfemando contra su propio Imperio. Asistí a Cayo Claudio, quien mansamente, a sabiendas, se resignó al inapelable veneno de la cruel Agripina y agonizó durante tres días y tres noches. Asistí a Carlomagno, el convincente emperador visionario y velé por varias jornadas ininterrumpidas junto al lecho de Eginardo, su fiel amigo, herido de muerte en una confusa batalla. Asistí a Virgilio, el fino poeta cortesano y varios siglos después a su devoto, el florentino Dante Alighieri, quien durante una larga agonía después de haber contraído la peste, expiró en Ravena. Asistí a Kadisha, la virtuosa mujer de Mahoma, calumniada por envidiosas adúlteras. Asistí al resignado Juan I de Inglaterra, conocido como “Juan Sin Tierra”, o también apodado, despectivamente, “Espada suave”, por su conocida ineptitud militar, y a su hermano el valiente Ricardo Corazón de León, rey poeta, que mostró su coraje al frente de una famosa Cruzada y fijó en unos versos su dramático instante final. Asistí a casi todos los Habsburgos que murieron dramáticamente. Primero a doña Juana de Castilla, injustamente llamada “la loca”, recluida en Tordesillas por su padre, a Carlos V, que fracasada su ambición de un Imperio universal bajo los Austrias, e indignado por no haber logrado impedir el asentamiento de la doctrina luterana, que impuso el protestantismo, murió de viejo pasado los cincuenta, tras largos meses de agonía y de fiebres, invadido además por la incisiva gota. También me tocó asistir a su hijo Felipe II de España, corrompido el cuerpo de dolorosas llagas, consciente del escaso valor que tienen el poder y la gloria, y convencido, a pesar de su fe inquebrantable, del sin sentido de la vida. Asistí a doña Blanca de Castilla y a la piadosa Teresa de Ávila, que se horrorizó de mi presencia, pero luego, cuando cambiamos palabras, comprendió que entre su dios y yo, salvo las apariencias físicas, nada se contraponía y derramó lágrimas sobre mi mano. Asistí al divino Miguel Ángel, artista sublime, y al avasallante Leonardo da Vinci, cuyo cerebro privilegiado abarcó la estética y la ciencia. Asistí al infantil Mozart, que abrumado de genio murió de viejo a los treinta y cinco años. Asistí al escéptico y blasfemante Francisco de Quevedo en su torre de Juan Abad, que expiró vituperando contra el conde-duque de Olivares que lo llevó a un matrimonio ignominioso y luego a la cárcel. Asistí al empecinado Giordano Bruno al pie de la hoguera en el Campo dei Fiori, durante la Roma inquisidora del cardenal Belarmino. Asistí a Voltaire, que acabó sus días claudicando de sus principios en una lujosa cama de su villa suiza, asistí al pillo más célebre de la historia de toda Europa, José Bálsamo, popularizado bajo el seudónimo de Cagliostro, que se despidió brindando por la vida sin arrepentirse de sus estafas. Asistí al irresistible seductor Giacomo Casanova, hábil y sorprendente fabulador, que en su último minuto, anciano y decrépito, me confesó su vergonzante secreto. Asistí a Catalina la Grande y a Madame Pompadour, la bella cortesana, por quien el rey Luis XV perdió la cabeza.

         Ahora asisto al moribundo capitán sir Richard Francis Burton, velo ante el cuerpo casi inerte del ilustre erudito aventurero, que muy pronto habrá de alcanzar la corrupción.

         Como se ha visto, soy un veterano en esto de acompañar moribundos. A quienes van a dejar esta vida es preciso hablarles de ellos mismos, alabar sus obras, convencerlos de que su siège est fait y que acaso el no tiempo de la muerte encierre lo Supremo.

          El capitán Burton ha vuelto a abrir los ojos y me mira por última vez; descubro en su mirada vidriosa el deseo de otra confesión. Me aprieta la mano y antes de expirar, como todos los demás lo hicieron, me revela el nombre del próximo moribundo que habré de asistir.



[1] Anubis, según las creencias egipcias era el Señor de las necrópolis, la ciudad de los muertos, que se situaba siempre en la ribera occidental del Nilo. Su misión consistía en asistir y guiar a los moribundos hasta su morada final en el "otro mundo". El nombre que le daban los egipcios era Anpu (Inpu Ienpu, Imaut o Imeut). Anubis fue su nombre helenizado. Los escritores griegos lo asociaban con Hermes. Los romanos le rendían culto y lo tenían dentro de sus deidades bajo el nombre de Hermanubis.

Anubis era representado como un hombre con cabeza de cánido, o como un perro egipcio (o chacal) negro, por el color de la putrefacción de los cuerpos, y de la tierra fértil, símbolo de resurrección.