Mario Capasso

            Mario Capasso


Nació el 9 de Marzo de 1953, en Villa Martelli, localidad del Gran Buenos Aires, República Argentina, en la que continúa residiendo. Literariamente, se ha formado con Beatriz Isoldi, Nilda Adaro, Federico Jeanmaire y Luciana Carolina De Mello.

Ha publicado cinco libros:  El futuro es un tropel absurdo, cuentos, año 1999.  El Edificio, Una novela en escombros, novela, Ediciones AQL, año 2002.  Piedras heridas, cuentos, Ediciones Corregidor, año 2005 (2do. Premio del Fondo Nacional de las Artes, año 2003-Jurado: Ana María Shua, Vicente Battista y Juan José Hernández).  La Ciudad después del humo, novela, Martelli y López Editores, año 2011. Hasta ahí nomás, microcuentos, Premio Edición “Luis Di Filippo”, año 2014.

La  novela El Edificio, Una novela en escombros ha sido traducida y publicada en Francia en 2012 por Editions La Dernière Goutte, que también editará durante 2014 el volumen de cuentos Piedras heridas.

La novela La Llanura antes recibió una mención del Fondo Nacional de las Artes, certamen año 2012. El jurado estuvo integrado por Matilde Sánchez, Daniel Guebel y Juan Ignacio Boido. Ha escrito, además, una novela, tres novelas breves, un volumen de cuentos, dos de ficciones breves y tres obras de teatro. 



Mandy, o el amor en tijeras               

Todo comenzó una mañana de verano, merecería haber sido seis de enero, es cierto, pero esto es sólo un detalle y yo soy así. Siempre había pasado de largo y ese día, lástima que no me fijé la hora, entré por primera vez a una de esas peluquerías del centro de la ciudad, quizá seducido por la promoción del pago al contado anunciado por el cartel en la entrada, y ciertamente el corte resultó efectivo. Lo que terminó en cuotas muy inexorables, abonadas con puntual satisfacción, fue mi entrega total a Mandy, el gran amor presentido apenas por una parte de mi existencia.

 Yo no sospechaba, ni siquiera durante el transcurso de las noches más turbias, la presencia de estos salones inmensos donde una multitud brinda esmero a otra que se deja esmerar plácida, confiada. Con andar pausado bajé una escalera intimidatoria, cada peldaño me acurrucaba un rubor y a cada paso yo esperaba escuchar de un momento a otro el consabido, eh, miren, miren, ya se puso colorado. Pero no lo escuché y, ya casi a punto de emprender la retirada, una señorita salió a mi encuentro, reteniéndome, apresándome, salvándome la vida. Ella resultó ser bastante bonita, como se descuenta deben mostrarse las niñas que cumplen esta atrapante función, mas en su fisonomía asomaba algo extraño e inquietante, no sé, tal vez su sonrisa instalada por el reglamento interno de la casa, o su belleza que pugnaba por esconder el aburrimiento originado en la repetición de los gestos amables, ejecutados hasta el cansancio, día tras día, cada minuto de todas las horas. No sé, la cuestión es que ella me entregó un papel en el que había anotado mi nombre debutante y ahí nomás, con cuidado de no perder el equilibrio, pasé al recinto donde varios cortadores, chicas y muchachos, ejercían su oficio. Con el tiempo advertí también la presencia de peinadores y manicuras, depiladoras y masajistas, todos ajetreando con gran voluntad ese laberíntico panal subterráneo.

Estaba yo allí sentado a más no poder y durante un buen rato no hice otra cosa que desear estar en otro lado, cualquier lado bien lejos o aunque sea ahí nomás a la vuelta, o en avión o en barco o caminando pero irme de allí. Hasta que en un momento sentí que algo iba a pasar y me gustó sentir eso, alguna vez debía por fuerza sentirlo. Ya más o menos decidido a no despegar, amenicé la espera escondiéndome detrás de una revista, cuando me di cuenta la enderecé y justo en ese momento, al elevar la mirada para ver si alguien me había visto, la vi. A decir verdad no la vi en forma directa, sino reflejada en un gran espejo que en ese momento de mágico ensueño la mostraba solamente a ella, en todo su esplendor, o casi todo. Luego busqué mi imagen en ese mismo cristal y cuando con dificultad la encontré, lo que reconocí brillando en las pupilas dilatadas por la conmoción no era otra cosa que el amor, así nomás de sencillo. Profundamente sencillo. Entonces tomé una decisión, casi sin meditarlo cambié de lugar, me senté dos o tres sillas más lejos de ella, que se sorprendería ante la inesperada maniobra, pensé, y hasta creo haber sonreído de costado.

Una de las chicas se acercó al fin, yo ya había transpirado una cantidad mayor a la suficiente y tardé unos instantes en reaccionar, quizá muchos instantes a juzgar por lo que recuerdo de la cara de la que se había acercado y preguntado si me atendía. Cuando en algún momento desperté de mi ensoñación, rechacé su propuesta con palabras cordiales, dispuesto a trasnochar el turno con la otra, la diosa sin pecado, aunque durara mil años la espera. De inmediato mi mente comenzó a elaborar el plan genial para la conquista inevitable. Había observado a mis dos antecesores en la atención de la predestinada, sus actitudes. Ellos se mostraron simpáticos y locuaces. Ella a todo esto contestó con una sonrisa ampliada por el trato afectuoso. A ver. Analicemos la situación, me dije. Mandy, así resultó llamarse la bellísima, sin dudas actuaba de esa manera por el mero hecho de no desairarlos, en una actitud a todas luces profesional, según mi segura deducción. Conmigo las cosas iban a ser muy diferentes y ella aún no lo sabía.

El camino a recorrer debía ser el opuesto al de los demás, sobre eso no cabía vacilación alguna, pues mi amor se advertía como el único de verdad sincero e incontaminado, enfrentado, eso sí, a los impulsados por la sola atracción de la carne. Ya en esa primera oportunidad, ella se acercó y me dijo: por favor, tome asiento aquí, si quiere hago subir el aire, parece que tiene calor. A punto estuve de mirarla y casi lo hice. Me senté, claro, enseguida y donde la preciosura había indicado y casi sin tropezarme con nada. Luego la ayudé a juntar las cosas que ella en persona se encargó de volver a acomodar en su sitio, y ya con el correr de los minutos me manifesté parco en extremo, apenas desplegué las instrucciones mínimas e imprescindibles para el corte deseado. Eso sí, adopté un aire de persona inteligente y preocupada, con ligeros toques de misterio, como desinteresado del entorno, sobre todo de la presencia perturbadora de Mandy, acariciadora de mis cabellos que parecían evaporarse al influjo de su arte, tan magnético.

El plan maquinado a todo vapor se podría resumir así: actuando yo en forma distinta al resto, plebe buscadora de sexo efímero y sin compromiso, ella no podría dejar de observar la diferencia. No podría. Y entonces yo, fuese a la hora que fuese, minuto más minuto menos, con estilo sobrio y mesurado, despojado de las mezquindades más arraigadas de la masculinidad, la atraparía con mis encantos para llevarla de bruces frente al altar, sin demora alguna.

En medio de esa jornada de sol nació una devoción sin claudicaciones. Del sol me di cuenta al salir después a la calle, con la prestancia de mi pelo recién cortado y con mis patillas parejas y con mi lindo paraguas a cuestas, y ya no dejé de frecuentar ese palacio largo y ensortijado donde Mandy reinaba por su hermosura, rodeada de princesas y cortesanos. Muy rodeada, pero eso qué me importaba. Nada.

Con el volar de los días fui reteniendo en la memoria el rostro de los rivales para odiarlos luego a la distancia saboreando mi evidente supremacía. A veces sentía una pena muy honda por ellos, pero yo debía ser fuerte y odiarlos cada día más y más con todo el poder concentrado en un punto álgido de mi alma enamorada. Había sobre todo cuatro o cinco o tal vez seis que aparentaban posar como los más amenazantes, qué rostros tan de identikit portaban los muy numerosos merodeadores, y además yo sabía que por la astucia maliciosa exhibida sin pudores por aquí y por allá, muy bien podrían llegar a engañar a mi amada inocente y virginal, aunque confiaba sin reservas en el juicio final de Mandy.

Yo los escuchaba y los veía actuar sin que se me moviera un pelo. Mis enemigos se caracterizaban por imponer cortes sofisticados, antojadizos y ridículos, así como también por las generosas propinas depositadas en las manos de mi agraciada, que las recibía fingiendo mohines de ternura. Por mi parte, nada que ver. Amén de la sequedad en el trato, me diferencié de ellos por la sencillez de mis requerimientos, siempre los mismos. Mis monedas, en lugar de recompensa recordaban una limosna, y a veces ni eso. Esto sería determinante para sobresalir entre los adversarios, todos iguales y sin rasgos de distinción, como cortados por la misma tijera.

No todo fue fácil, no hay rosas sin espinas ni espina que no se me clave. A pesar de conocer la verdad de su ferviente admiración hacia mí, no podía dejar de sentir cierta molestia, celos diría tal vez un observador imparcial, mientras ella engañaba a los otros en medio de comentarios y risas y alguna que otra caricia. Pero la certeza abrigaba mi anhelo, a pesar de las nefastas apariencias, ella era toda mía, de arriba a abajo, sin contras ni medianeras.

En la vigésima octava visita al santuario casi lloro de alegría cuando Mandy me reconoció casi de entrada y dijo, aunque dudando un poco, mi nombre. A continuación  preguntó si me cortaría como siempre, uy uy uy, entonces mi corazón estalló en una emoción apenas contenida, mordí los labios empalideciendo. En lo peor de la exaltación de ese instante supremo casi eché a perder el plan para la conquista llevado a la práctica hasta ese momento con magistral paciencia. La novedad me colmó de euforia y si no salté fue porque no salté y al salir estuve tentado, yo que jamás juego a nada, de apostar a la quiniela al número marcado por ella ese día en mi cabeza. De todas formas no hubiera ganado, el dinero y el amor van por senderos distintos, esto es cosa sabida y comprobada.

El tiempo transcurría cada 24 horas, sin reclamos, y los progresos no se vislumbraban palpables, pero mis pulsaciones certificaban a más no poder que en el interior encandilado de Mandy se libraba una lucha sin cuartel entre su corazón flechado por tan digno caballero y el recato impuesto por las circunstancias. Al final del camino, antes del infarto, acabaría por sucumbir ante mi presión, entregándose sin condiciones ni reparos ni vergüenza. Sólo una mente extraviada por extraños senderos podría ser capaz de latir diferente.

Si bien el amor profesado a Mandy se asentaba sobre bases sólidas,  espirituales en su esencia, debo reconocer ante el mundo que además su físico figuraba apetecible. Muy. Yo no podía representar la excepción y así sustraerme a ese llamado sensual y placentero que emanaba de cada poro de su cuerpo, ay su cuerpo para nada recto, su cuerpo que brillaba con luz propia en el salón, ya convertido en mi hogar.

La ciudad empuñaba odios y la anhelada posesión no se concretaba y no se concretaba. Por suerte para mis nervios, yo no tenía casi ningún inconveniente cuando me masturbaba de manera plácida y regular, artesanalmente. Puesto contra la pared, era ir gozando a cuenta de futuros, más fecundos placeres. El único problema consistía en el alza de la envidia generada por mi accionar entre mis compañeros, varones de la oficina, estériles e impotentes de vivir un amor tan extendido. No sé cómo lo advertían, pero acertaban siempre en las observaciones de mis viajes al rincón del deleite solitario. Tal vez algún gesto mínimo traicionaba mi brazo ante sus miradas suspicaces, cuando me paraba. De todas maneras, debo decir algo a favor de ellos: a pesar del comprensible sentimiento de inferioridad, no dudaban en alentarme a viva voz cada vez que me levantaba del escritorio para dirigirme al lugar destinado de común acuerdo para mi uso privado y exclusivo. Eso sí, la hinchada fervorosa trataba, sugiriendo nombres exóticos, de que mi mano se deslizara traicionando por la espalda a Mandy. Eso jamás, por la espalda no, pensaba mientras los dejaba desconcertados, meta gritar y gritar. Nunca lo consiguieron, lo juro, que me corten la mano si miento, y a través de los gritos me mantuve fiel a su imagen venerada. Al regresar a mi puesto solían brotar cálidos y para nada tímidos aplausos entre la concurrencia mientras el jefe inclinaba la cabeza balanceando un no.

Un día a la tardecita, en la peregrinación registrada con el número ciento cinco, sin prevenir las consecuencias, quise anticipar los acontecimientos. Yo soy así. Esa vez sugerí ligeros cambios en la rutina del corte ya repetido hasta el hartazgo. Esto debió sorprenderla sobremanera, excitándola, prendiendo fuego caliente bajo su uniforme, pero supo contenerse y aceptó las nuevas disposiciones con ánimo sumiso y gentil, respetando mi silencio apenas salpicado de comentarios casuales acerca del clima u otra circunstancia del momento. Una vez, ahora lo recuerdo, quise hablar de las características de los signos y le pregunté de qué signo era. No me debe haber escuchado, tan concentrada en su labor. Los dos sentíamos lo mismo, las palabras sobraban entre nosotros, nos comunicábamos en una esfera superior, más etérea y perdurable. Altísima.

Pero como no era cuestión de quedarme de brazos cruzados, puse en práctica una sutil estratagema. Una tarde, me parece que de primavera, como al descuido dejé caer en la alfombra un papel con el número de teléfono de la oficina y el horario en que me podía encontrar. A partir de ese día me sobresaltaba al sonar la campanilla, el aparato resbalaba por mi mano hasta que otra voz requería una carpeta o se inquietaba por una duda o me reprochaba un atraso o impartía alguna orden. A veces, sólo a veces, algunas carcajadas a mis espaldas me hacían suponer un error. Pero la treta dio sus frutos cuando sonó un viernes a las seis de la tarde y yo merodeaba los alrededores de la fotocopiadora. Entonces me precipité desarmando en el aire el juego de hojas, atendí y del otro lado sólo hubo prudencia. Yo desaforé el nombre de mis sueños imaginando su rostro y su timidez. Clic. Junté las hojas pensando en ella, las ordené y revisé que no faltara ninguna. Luego fui haciendo con cada una de ellas un bollo, o directamente trocitos y a la basura y a hacer todo de nuevo, de bronca. A los pocos meses lo mismo. Y después creo que ya no llamó nunca más... o a lo mejor yo justo había ido al baño.

Un ritual a destacar. En cada ocasión, al promediar el idilio tijeras mediante, una muchacha se acercaba despacito despacito con un café y la pregunta se repetía como una fórmula a la que yo respondía cada vez: “dulce, por favor, sí, sí, muchas gracias”, y entonces la muchacha, no siempre la misma, se distraía mirándonos alternadamente con una sonrisa en los labios y se dedicaba a imponer dulzura cucharada tras cucharada hasta que yo la hacía reaccionar diciéndole, “está bien, ya está bien de azúcar, gracias señorita”, y todo esto ocurría mientras Mandy esbozaba el gesto reprobatorio tan característico en aquél que no desea ser sorprendido en su enamoramiento. Luego la del café se alejaba avergonzada y nuestro silencio se explayaba en forma de remanso entre las conversaciones vanas de los de alrededor. Y entonces como desde el fondo de una galería se oían las risitas breves y entrecortadas. Alguna vez, un comentario: “Y Mandy, parece que tenés para largo con el señor”. No había caso, todos en el lugar complotaban para nuestra felicidad.

En una ocasión de triste recuerdo, mientras aguardaba ser seducido por las sabias y mágicas manos, percibí cómo el tono de su voz, tan tenue de común,  iba aumentando al calor de una discusión entablada entre ella y el que, ya lo suponía yo desde años atrás, casi casi desde el principio, resultó mi rival más peligroso. Se le notaban con claridad las intenciones mezquinas dibujadas en el rostro plasmado de lujuria. Joven, alto y rubio, los ojos claros y la piel bronceada sobre el cuerpo bien trabajado. En suma, dueño de una buena pinta el atorrante. Decía que los oí discutir y me levanté hasta cierto punto en el espacio y estuve a un peine de intervenir, pero un vistazo de la diosa suplicante me retuvo en mi sitio, desgarrado por la bronca y el dolor, con una puntada justo acá. Con seguridad, el desafortunado aprendiz de galán había reaccionado de malos modos al notar el cálido mirar de ella dirigiéndose a mí en su casta entrega. Cuando llegó mi turno, Mandy cumplió con la ceremonia acostumbrada, hipando todavía, conmocionada a raíz de la tremenda prueba soportada por culpa de su callado amor, acaecida delante de colegas extrañados ante la penosa e inesperada escena. Seguramente ellos también guardianes del secreto albergado en el corazón de la mujer que, con la tijera en las manos dándole todo el poder, me había hecho suyo para siempre, hasta el fin de los tiempos.

Después de un período bastante prolongado durante el cual  no me animé siquiera a preguntar por ella, tal era mi temor a perderla, Mandy retomó su habitual puesto de mando, bella como solía serlo, pero algo más pálida y delgada. Le ofrecí, a modo de prueba de la grandeza de mi idolatría, mi discreción de siempre y un racimo de cabellos estirados por el abandono seguramente involuntario al que ella lo había sometido en esos demasiados aciagos días sin caricias. Hasta llegué a pensar esa vez en regalarle un ramo de flores. Faltó muy poco... casi nada... un pétalo.

Mandy permanecía las cuarenta y ocho horas en mi cabeza atormentada, así, con fiebre, sin aspirinas que pudieran aliviarla. Durante el día, mientras la oficina daba vueltas a mi alrededor y yo sumaba algo o restaba otra cosa, la imaginaba sorprendiendo por detrás a mis indefensos oponentes, navaja en mano. Justo la yugular. Ellos veían aterrorizados correr la sangre que brotaba a chorros de la única herida, tan única como perfecta, definitiva. Mandy encarnaba así a la Justicia, agotada de soportar tanta bajeza en los hombres, acosadores, malignos, hambrientos de placer malsano, eso, los hombres. Y por las noches... ¡ah! ... por las noches su imagen dormía a mi lado luego del amor al que nos habíamos sometido mutuamente complacidos. Era inevitable, sobre todo en los veranos, que los gemidos algo estentóreos llamaran la atención de mi madre. Ella, por el calor y los suspiros, no lograba conciliar el sueño. Entonces sucedía que mamá entraba con sigilo, despacito a la habitación. Traía un té de tilo bien calentito, para calmarme, decía con voz temblorosa. Daba pena en los veranos, mi madre.

Los meses y los años fueron pasando delante de nosotros como incansables quimeras. Las diferentes estaciones variaron los ardores, pero yo persistía en mi rosado deseo, contra viento y espuma.

Aunque me avergüence, debo confesarlo. Ya no me masturbaba con la frecuencia arrolladora de los primeros tiempos. A pesar de ello creí oportuno encarar la ofensiva final. Durante los preparativos, quince días impensables, la privé de mi asistencia. Imaginé su sorpresa y entusiasmo, su interminable sonrisa al ver mi engrosada figura entrar para alzarla al fin entre mis brazos ya no tan fuertes. Después, aunque no mucho después, muchas lágrimas correrían como un río desbordado por lo más deseable de sus mejillas, todo su ser presa de la pasión, toda su boca lista para recibir los besos del amante. Era hora de recompensarla por tanta silenciosa renuncia. Sí, era hora. Las ocho de la noche y llovía y hacía frío, afuera. Oscurecían de invierno las calles.

 La llovizna me daba de pleno en el rostro surcado de las primeras arrugas, las peores tal vez. Había alquilado un frac negro, en el negocio los muchachos dijeron que era lo apropiado para la ocasión. Rememoré en esos instantes previos al gran acontecimiento cada gesto, cada mirada, alguna que otra palabra, toda la etapa más gloriosa de mi vida transcurrida junto a Mandy, que con peine y tijera, entre champúes y lociones, se desarrollaba en mi cerebro carcomido por la decisión bien firme, determinada, sin la posibilidad de un retroceso.

 

Me paré frente al local tantas veces transitado recorriendo el camino al éxtasis, miré la hora, faltaba poco. Encendí un cigarrillo más largo que el tradicional, aprendí a tragar el humo, aspiré hondo el aroma de esa esquina tan mía, musité una promesa llena de sentimiento y comencé a caminar hacia la virgen mientras una brisa agitaba los pocos cabellos que asomaban tímidos en mi ya inocultable calvicie.

Saludé a nadie en el atrio, descendí por enésima vez las escaleras, todo igual pero distinto, pues una música celestial enajenaba mis oídos. Entré al templo con los brazos extendidos, los labios resecos, los pasos temblorosos. La recepcionista, como un ángel, se apartó para admirar mi entrada sobre la alfombra. Tal vez advirtió algo en mi porte, pues sus ojos parecían brillar. Llegué al altar, casi todo formaba el conjunto habitual, creí ver algunas flores, en un costado, allí, junto a sus tijeras. Quise ocupar mi lugar... y caí de rodillas.

Y lloré largamente. Largamente. Largamente. 

Cuento de El futuro es un tropel absurdo, 1999