Marta Ortiz

            Marta Ortiz

Nació en Rosario, Argentina. Profesora y Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Rosario. Poeta y narradora. Publicó El vuelo de la noche (primer premio de cuento Bienal Internacional Puerto Rico 2000. La Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2006); Diario de la plaza y otros desvíos (poesía, El Mono Armado, Bs. As, 2009); Colección de arena (cuentos, Editorial Fundación Ross, Rosario, 2013). En antologías, entre otras: Los cuentos (Ed. Fundación V. Ocampo, Bs As, 2007); Los poemas (Ed. Fundación V. Ocampo, Bs As, 2009); Poetas del tercer Mundo (Ciudad Gótica, Rosario, 2008); El río en catorce cuentos (Editorial Ross, Rosario, 2011). Poemas y cuentos suyos se incluyen en publicaciones en soporte papel y digital. Su cuento Sicómoro, traducido al alemán, integra la antología Argentinische Erzählerinnen des 20. Jahrhunderts -Narradoras argentinas del siglo XX- (editorial Trafo, Berlín, 2014)

Edita libros de narrativa para Editorial Fundación Ross (Rosario). Desde 2003 coordina los talleres de Lectura y Escritura Ópera Prima y un taller de Lectura crítica. Colabora con reseñas de libros y textos de creación, en medios culturales de su país y del extranjero. Fue jurado en concursos literarios.

Coordina la sección Literatura de REPLAY WEB, Revista Digital de Periodismo Cultural: http://www.replayrevista.com/literatura/. Edita el blog “Vuelo de noche”: http://www.marta-ortiz.blogspot.com/


 

Sicómoro

                              a mi padre

                                                                                     El recuerdo no existe, sólo su ángel:

                                                                                     viene de un mar sin tiempo

                                                                                     con la urdimbre y el árbol de sus voces.

                                                                                                        Susana Thénon

                                                                                

       Al caer la tarde había caminado un rosario de cuadras, me dolían los pies y estaba sentada en un banco cerca del cantero de los corales en la plaza 25 de Mayo y ante mí se extendía una plantación de sicómoros; olía fuertemente a fruta madura.

Antes de buscar alivio en explicaciones fortuitas, repasé la cronología de las imágenes y entendí que por un instante o por una eternidad, ¿quién hubiera podido medir el tiempo transcurrido?, fui a la vez protagonista y espectadora de una representación en clave de comedia áspera no exenta de drama, montada y jugada sólo para mí. Chisporroteos, vibraciones irregulares esa tarde de mayo, imponderables que me guiaron un poco a ciegas, como el viento ensortija el itinerario de un papel cualquiera que se cruza en su camino. 

        Los hechos se ordenaron más o menos así: caminaba yo por una calle que bajaba al río cuando una gran puerta doble de madera oscura rechinó en la vereda opuesta, abrió su boca de humo, me invitaba a pasar; la casa y yo firmábamos un súbito acuerdo tácito.

        El primer gesto me llevó a tientas por el zaguán estucado en la gama de los verdes como apartando aguas profundas. La tulipa de cristal ámbar tallada con diseño de flores y frutas patinaba de un ocre tibio las paredes y el piso de mosaicos romboidales. El zaguán llegaba hasta la puerta cancel encristalada tras un delicado visillo de encaje.

Entré a un pequeño hall hexagonal. Vi dos sillones de mimbre, rosas pintadas a mano en los almohadones y una chica de unos ocho años que escribía con sumo cuidado de no manchar la hoja con lunares de tinta, sobre una mesa baja. Mi presencia no la inquietó. Leyó en voz alta: “Queridos Reyes Magos: Les dejo pasto y agua para los camellos y tres caramelitos para ustedes al lado de mis zapatos de fiesta, los de charol. Lo que más me gusta en el mundo es leer, así que este año quiero una docena de libros de cuentos. Ya tengo Las doce princesas bailarinas y La Bella Durmiente, esos no. Pero Blancanieves, Cenicienta, Pulgarcito, Hansel y Gretel... ” 

 Bruscamente cortó la lectura y volvió a perderse en la trama de la carta. Me bastó mirarla para saber que me había olvidado. Pensé en mis tres bibliotecas que acumulan cientos de libros, aunque me lo proponga no alcanzaré a leerlos. Pensé en el formato de la cuarta: un mueble antiguo donde ubicar el excedente que no acabo de clasificar. Ella alzó la mirada. Detrás del iris oscuro con lagunitas verdes se estacionaba una profusión de imágenes. Un depósito en desorden, yuxtaposición sin editar, materia irregular entre cielos, acantilados, barrancas, deltas; límites precisos para lo impreciso.

Tres puertas articulaban el hall al resto de la casa. Alguien me tendía un puente invisible que crucé sin pensar, entré por la puerta de vidrios amarillos. Ante mí se alargaba un patio de baldosas coloradas que crecía también a lo ancho; en su centro no había un aljibe de agua quieta ni una fuente de mayólicas, había un soberbio jazmín del Paraguay florecido. Aspiré la casi olvidada fragancia lila que marea y mortifica el pensamiento.

Mis pies marcaron aquí y allá el territorio, sustentaron mis pasos y anclaron en el CIELO de la rayuela que alguna vez yo misma dibujé con tiza blanca y trazo inseguro. Entonces, como un abanico que se abre, vi el despliegue de la segunda imagen: a pasos de la cocina, a la sombra de un toldo azul con flecos, se demoraba la sobremesa familiar. Mediodía de verano.

La chica de la carta ocupaba su lugar a la derecha de la hermana mayor. Como no podía estarse quieta movía las piernas: péndulos rítmicos debajo de la mesa. El padre, sentado a la cabecera, trituraba cáscaras de maní. Por Radio Nacional pasaban música clásica y la madre ampliaba la noticia que conmovía al barrio entero: Eleonora, la querida Eleonora, había muerto. Ellos, apesadumbrados, indagaron el cómo y el por qué de la muerte a destiempo y la mujer explicó: “naturalmente no hay que pensar en la difunta como en alguien de este mundo; era hermosa, rubia y buena, Dios la creyó un ángel y se la llevó con Él. Eso fue todo”. La nena comía uvas negras y no oyó los detalles que rodearon el místico tránsito angelical; ella únicamente esperaba la noche. Era capaz de resignar un libro con tal de verlas bajar por el tenso, encendido tobogán de un rayo de luna, a las siluetas de los Magos de Oriente cargadas con los doce libros de tapas duras y títulos en letras doradas bien protegidos en la bolsa. 

Volví al cuarto de las tres puertas, me empujaba el deseo de explorar los interiores. Presioné el picaporte a mi derecha. La puerta se abrió sobre la línea incontables veces marcada de un semicírculo. Me golpeó la espesura de un vaho a glicina: en un florero se marchitaban dos o tres racimos. Me descalcé, no quería hacer ruido, el piso de listones de madera crujía como si fuera a hundirse y yo oía largos ronquidos como rompientes. Padre y madre dormían la siesta en la cama de bronce con grupos de ángeles revoloteando entre nubes. La chica de la carta se desplazaba aquí y allá con levedad de mariposa. Corrió al espejo; jugó a enredarse en vestidos de espuma, como el de organza con valencianas y el de piqué labrado. La vi examinarse en la luna ovalada: le sonrió, abrió grande la boca, le mostró los dientes; pero no le gustaron ni la sonrisa ni el flequillo a lo Juana de Arco. Destejió sus trenzas y el pelo cayó enrulado. Probó otra vez con la sonrisa pero fue otra desilusión. El flequillo arruinaba todo. Y la cara de luna.

Busqué mi reflejo junto al suyo pero el cristal no devolvió mi figura. No pude ver mis ojos pero sí el fondo de esa mirada suya donde cabía el brillo de la seda y todo se guardaba y fijaba para siempre y eso sí le gustaba. También le parecieron interesantes sus dedos largos y finos y la transparencia de la piel que dibujaba una red azul. 

Las glicinas de pronto evaporadas olieron a encierro y a polvo. Respiré con dificultad, me abatió el peso de un desasosiego incómodo. Escapé por una puerta blanca que el tiempo amarilleaba; dejé atrás un dominio vetusto y entré al dominio adolescente del cuarto contiguo. Dos camas también de bronce con cubrecamas blancos de algodón acanalado, un ropero muy desordenado donde una vez dio a luz la gata y un tocador de roble con espejos biselados. Una segunda puerta de doble hoja con visillos de hilo daba a la galería y fue solo intuirla y absorber el empuje de las imágenes en fuga: se estancaban allí los insomnios de verano, el fastuoso impúdico despliegue de las damas de noche abriendo sus corolas, los grillos, las cigarras… Un teatro natural blanco intenso bajo el influjo de la luna nueva…

La chica ya no tan chica ataviada de dama antigua le mostraba al espejo una nueva sonrisa de labios rojo fuego y la vi desistir: tantos años de sondeos inútiles la convencieron de que mejor le quedaba una sonrisa leve, giocondina. El vestido de tafetán rosa con volados rematados en puntillas negras era un sueño que le había cosido la madre. La madre cosía todo el día. Y tejía. Y cocinaba. Y se quejaba. Hacía más de lo que podía. Resonó demorado en mi oído el siseo de aquel rezongo como un pedido de auxilio.

Me desplazaba entre nubes, soñaba un sueño ajeno y a la vez conocido y familiar. Fue muy difícil casi imposible para la dama antigua aplicarse la máscara de la hermana en las pestañas antes de salir al escenario y bailar el minué con los otros chicos y chicas en la fiesta de fin de curso. Sonrió otra vez. Si la dividía en fragmentos a la sonrisa había partes que le gustaban, pero toda entera no.  

En este punto del itinerario me crecieron historias como ramas, yo era una mujer arborescente que daba flores y frutos y busqué sacudir mis poros vegetales en el aire limpio y fresco de la galería. Tocó mi cara la hoja de una dracena. Sobre la firme pulpa verde brilló un punto naranja; reconocí una vaquita de san Antonio con pintas negras. La dejé trepar a mi dedo y después que volara. 

En el patio corría aire, la madre cosía en la Singer a pedal; había sacado la máquina, hacía un calor bárbaro y para colmo la hermana mayor horneaba un bizcochuelo como en cada ocasión cuando la visitaba el novio. El novio vivía lejos, por eso cada visita era un acontecimiento que justificaba una torta y un brindis. La otra hermana pulía el teclado del piano ensañándose con valses y escalas. La tercera había ido al cine. El padre seguía la transmisión de un partido de fútbol por radio y sufría porque iban perdiendo. La chica de ojos como túneles coloreaba un dibujo para la escuela. Las piernas se le soltaban solas, otra vez el péndulo. La tía amenazaba con llevársela a su casa para educarla. Le mostró el dibujo terminado al padre pero él ni siquiera la miró a ella y menos miró el dibujo porque hasta en el menor detalle estaba pendiente del partido y perdían por goleada; le chistó para que se callara. Ella se ofuscó; sabía que perdía mucho más que un partido y prometió odiarlo para siempre. Aunque había cosas de él que le gustaban bastante, como su apego obsesivo a la lectura del diccionario, que es casi un libro fantástico. 

De un segundo para otro la luz de la tarde se agrietó, perdió presencia y brillo; si en ese momento yo hubiera mirado el cielo, habría visto largas estrías azafranadas sobre nubarrones; el espacio se disolvía y todo quedaba sepultado bajo ceniza. Confundí el eco de las voces y sopló un viento frío. La tierra que los años habían acumulado formó montículos sobre el diseño granate y gris de las baldosas. Las macetas solo contenían terrones de tierra seca. Del viejo toldo azul apenas si colgaban hilachas.

Cerré los ojos y los apreté hasta ver puntos blancos sobre un cortinaje poroso, una red donde hubiera querido encerrar el enjambre de fantasmas como granos de arena vapuleados por el viento. Al abrirlos, y por obra de alguna trampa que me excedía, aparecieron claras las marcas de una nueva tregua. Alguien había baldeado el patio y regado las plantas. Olía descaradamente a jazmín. Supe que con la última letra de mi frase colgando de la boca (y se me colgó la a de abracadabra), entraría nuevamente al que fue mi dormitorio.

Los cubrecamas decolorados y alguna costura descosida delataban el paso del tiempo. Una mujer mayor a la que quise mucho me regalaba un par de medias de seda. Le dije gracias y sonreí. Sobre mi cama había libros, muchos. Preparé la ducha, pensaba salir. Había pasado la tarde enterrada en el sótano polvoriento de la calle Garay, empecinada en sentir lo que sintió Borges cuando por primera vez vio fulgurar el Aleph. Quise imaginar la simultaneidad de cuanto existe en el universo, pero fue un solitario esfuerzo inútil; “una cosa por vez”, la voz paterna corregía mi naturaleza ansiosa, me ataba al pensamiento sucesivo que, no obstante, siempre intenté soslayar. 

Apartada del cielo de la rayuela que juego, creo, desde que nací, me vi por tercera vez de pie en el espacio hexagonal donde aquella ávida lectora de ocho años escribía su carta. Debía abrir la puerta a mi izquierda, era lo pactado aunque yo no sabía pactado cuándo ni con quién, pero se me aflojaron las piernas y mis manos de pronto fueron manos de piedra. Ella entonces dejó la lapicera y el papel y presionó el picaporte sobre mis dedos agarrotados. Asistí a una confusa pesadilla que olía a flores viejas; los muebles se habían corrido de lugar y donde antes hubo una mesa se estiraba hacia atrás un ataúd laqueado muy brillante. Miré su interior y vi el cadáver de mi padre; lo rodeaban palmas y coronas. Dos candelabros iluminaban desde lo alto del piano, destacaban la palidez, hundían ojeras en las caras de todos. Ese día había muerto también una parte de mí, sin consuelo encerrada en esa caja junto a él.

No quise soportar el llanto de mi madre ni el cacareo de las voces, volví al punto de partida; en mi mano, una rosa té robada de la pequeña palma que sobre una cinta de tafetán morado decía: Sus hijas. Deserté, podría decir que atravesé, sin forma y sin peso, la mampara de vidrios amarillos esmerilados que la luz pulía. Estiré los brazos, giré lenta la cabeza, respiré a fondo. La fragancia que el jazmín concentraba agitó como una brisa tibia mis alvéolos, me devolvió el color, el volumen perdido.

Ella no sólo no advirtió mi presencia (otra vez me había olvidado), sino que se alejó de mí, corrió y abrazó a la mujer vestida de azul noche con doble hilo de perlas que la llevaría a la procesión de la Virgen de la Merced. Como cualquier niña de su edad, pensó en la plaza con los juegos frente a la Iglesia. Sabía cuánto la entristecían los rezos monótonos de las jaculatorias y el cancionero religioso, pero en cuestión de segundos podía, sí que podía, reemplazarlos por las hamacas. El padre entretanto se ocupaba de enderezar los tutores a los plantines de tomates. La huerta lo absorbía tanto como el fútbol. Ella pensó en el helado de frutilla de todas las tardes. Se le hizo agua la boca. 

A punto de empezar la procesión, las campanas doblaron a muerto, y otra vez me tapé los ojos. No quise más ver más imágenes, las campanadas me ensordecían y el viento molesto de otoño soplaba desde el cielo de la rayuela donde me había quedado petrificada. La madre y la hija sostenían sus mantillas de encaje, me miraban pero yo no era visible; ellas aquilataban la fuerza del viento y yo desde mi inmovilidad sentía cómo el suelo se resquebrajaba en el círculo de tiza donde se leía CIELO; un cielo que fundía las estrías de azafrán y los grises cargados que no anunciaban nada bueno y se chupaba a sí mismo, el embudo de un tornado al revés; un cielo que se derrumbaba pero no desde arriba porque no era el cielo de verdad sino este otro cielo apócrifo de la rayuela, cielo mentiroso que se llevaba a la madre y a la hija y lo último que vi de las dos fueron las suelas de los zapatos y después cargó también el viento al padre en el ataúd y atrajo también al otro que se embriagaba con las fragancias selváticas que exudaba el diccionario cuando él leía “especies de árboles” y las plantas que cultivaba en la huerta se enterraron también con él y todo fue un agujero negro que tragaba y masticaba a la familia: a la hermana que batía los huevos para su torta de vainilla, a la que bailaba abrazada a un almohadón, a la que tocaba un vals vienés sentada al piano, y el piano la siguió como un tallo negro y también las macetas y los dibujos de los domingos que el padre no quería ver y la carta para los Reyes y los doce libros y a la cola de los últimos rizos que levantó la hojarasca no quedó nada de nada, ni el pozo de mediana profundidad en el medio del patio en ruinas que milagrosamente no logró morder ni tragar unas hojas de papel que flotaron blandas, cayeron a diferentes alturas mecidas por el viento que se había hecho casi brisa, casi música, una breve cadencia que los depositaba leves en el suelo del patio como a volantes seductores. Los recogí con cuidado, no quería arrugarlos.

Con alguna torpeza inicial recobré el dominio del movimiento, pude concentrarme en mí, pensar qué hacía, adónde iba cuando entré a la casa y sacudirme el polvillo que el roce había adherido a las mangas de mi vestido. El cuadrante del reloj pulsera marcaba las seis de la tarde, hora de salir de allí, de desandar el puente invisible y llegar al origen de mi viaje, a la puerta que se abría a la luz de la tarde más allá del pasillo acuático.    

Me detuve en la vereda de enfrente, a distancia de la puerta de doble hoja, roble oscuro y boca de humo. Quise oír otras voces, los bocinazos, el estrépito. Bajé cuadras, muchas, por calle Buenos Aires hasta la plaza; al cruzar Córdoba vi el río gris con reflejos lila. 

        Me senté en un banco descascarado cerca del macizo donde florecían los corales y también grupos de chinitas que de inmediato asocié con el papel amarillento que temblaba en mi mano. Reconocí la página del viejo diccionario enciclopédico Sopena ilustrado en cuatro tomos, el que usé en la primaria, el mismo que mi padre leía a la luz de la lámpara de tulipa verde... Una página de la letra “S”, la 3291, donde la palabra “Sicómoro” había sido subrayada con el trazo grueso de un lápiz azul. Leí: (del latín sycomorus y éste del griego sykómoros) m. Especie de higuera, árbol corpulento propio de Egipto, de hojas acorazonadas y fruto color blanco amarillento indigesto y madera muy fuerte incorruptible que los antiguos egipcios utilizaban para construir las cajas donde enterraban los cadáveres embalsamados.

 Apenas si pude leer enterraban los cadáveres embalsamados, mis lágrimas caían sobre el papel y borraron lo escrito. Mi padre vibraba con los árboles de acá y los de allá, pero no se movía de su lugar para verlos y tocarlos; construía sus viveros fragantes, su arboleda cargada de nidos, de pájaros, de líquenes, en las páginas del diccionario donde cabía una simultaneidad de bosques y selvas al alcance. Creaba, mi padre, un mínimo aleph de páginas y letras tornasoladas donde crecían sicómoros, baobabs, secuoyas como edificios, coihues, abedules de corteza blanca, algún tilo, nogales, saúcos y acacias de Persia, de flor rosada y plumosa.

Y ahora que en mi memoria crece esta marea verde, esta dulce, fragante presión de sicómoros borrando todo paisaje conocido alrededor de la plaza, confirmo lo que siempre supe: que hubo cosas de él, en él, que yo amé tanto y que me permitieron no odiarlo para siempre porque no miraba mis dibujos. 

Un cuento de: Colección de arena, Editorial Fundación Ross (colección Narrativas Contemporáneas), Rosario, 2013