María Auxiliadora Balladares


(Guayaquil, 1980) estudia Literatura hispanoamericana en la Universidad de Pittsburgh. Su interés académico gira en torno a las diversas expresiones de lo común en la poesía latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. En Quito, ha sido profesora de Literatura. Escribe cuento poesía y ensayo. Este año se publicará su primera colección de cuentos en Ecuador.


La entrevista

In memorian JC,

fantasma en este cuento


 

       SR: En la entrevista que concedió a diario El mundo de Lima el 29 de mayo de 1981, usted menciona que su madre había sido una afamada pianista alemana. En otra entrevista concedida a Joaquín Soler Serrano a inicios de ese mismo año para la Televisión Española, usted comentó que su madre era una campesina alemana, que perdió una pierna en un accidente con un tractor siendo muy joven.  Dos años después, en una entrevista concedida a la revista Objetos de Caracas el 1 de junio de 1983, usted dice que su madre, una ingeniera húngara muerta en el parto, había regenerado el concepto arquitectónico de la entrada principal en las viviendas de una sola planta, en un artículo publicado apenas dos meses antes de su muerte. En posteriores entrevistas, no la vuelve a mencionar. ¿Podría explicarnos por qué existen tantas versiones sobre la vida de su madre y por qué posteriormente decidió guardar silencio al respecto?

RG: A mí me parece mejor que el asunto se quede como está, señor reportero. Mi madre y yo a nadie interesamos, a excepción de usted aparentemente.

SR: Me parece que eso no es exacto, señor Gill. En todo caso no sacaré a colación un tema que le resulte molesto. Sólo quiero explicarle que traté de abordarlo porque el conjunto de esas tres versiones es apenas la primera de muchas tríadas posteriores a propósito de otros momentos de su vida. Es muy difícil, sino imposible que alguien pueda decir que sabe con certeza algo sobre usted. Cualquier relato biográfico sobre Roberto Gill es ante todo un relato ficcional.

RG: Claro que hay gente que sabe sobre mí. Lo que pasa es que nadie sabe la verdad completa. Por lo demás, eso no es de admirar, ni novedoso.

SR: Volviendo a los relatos sobre su vida, en las biografías que sobre usted se han escrito siempre hay algo de lúdico. Ninguna es muy extensa, por supuesto, pero las pocas que existen tienen idéntica estructura: son un juego para los lectores. En esos relatos, hay varios momentos en los que el lector debe escoger entre tres versiones que el biógrafo presenta, incapaz él mismo de escoger una, señor Gill. Con usted, el género biográfico se ha renovado. Y no puede decir que no, no cabe la falsa modestia.

RG: Está bien, no le voy a decir que no. Pero tampoco que sí porque no me ha hecho una pregunta.

SR: Tiene razón… No le he hecho una pregunta... Para seguir en el ámbito de lo biográfico, ¿le interesaría a usted escribir sus memorias?

RG: Creo que construir cualquier cosa requiere de una fuerza de la que yo, hoy por hoy, carezco, señor reportero. Esta entrevista, por ejemplo, implica para mí un gran esfuerzo. Reconstruir la vida me parece un acto casi agresivo, devastador. La ficción puede ser igual de dura, pero en mi caso, que no sé si es particular, la pendiente es menos inclinada. Ya mencionó usted a mi madre y créame que las tres versiones sobre ella me duelen, señor, aunque una de ellas suene bastante ridícula. Lo cierto es que al ser tres y no una, ese dolor se amortigua y, al mismo tiempo, la imagen de mi madre se vuelve más grande. Yo no sé inventar historias. Soy muy malo. Todo lo que he hecho se lo debo al ingenio de otros o a la vida de los otros.

 

En ese momento, Roberto Gill toma su vaso y bebe todo su contenido.

 

RG: Mi hermana tiene tres hijos, señor reportero, pero también tiene dos y también tiene uno. Eso es lo que pasa. No tiene que publicar esta entrevista, sabe. Creo que sería mejor que esto que le digo quede entre usted y yo. Después de todo, estamos condenados a mirar el centro del círculo desde la circunferencia. Me gusta el piano, sabe, me gusta Béla Bartók en particular. Mi madre amaba a Béla. Pero también amaba a los animales y a las ventanas. Disculpe la dispersión. Pregúnteme lo que quiera. Usted ha sido muy paciente conmigo.

SR: Gracias, señor Gill. Al contrario, usted ha sido muy amable y generoso al aceptar esta entrevista en su actual condición.

RG: Las condiciones no son impedimentos, señor reportero. Yo todavía siento mi pierna, sabe. Todavía la siento, a pesar de que ha pasado tanto tiempo después de la amputación.

SR: Recuerdo que sobre su enfermedad también hubo tres versiones.

RG: Sí. El problema con las enfermedades es que no son buena base para ninguna mentira, para ninguna ficción. No es posible inventarlas ni ocultarlas, al menos durante demasiado tiempo, siempre termina por descubrirse la verdad. Soy diabético, obviamente. Pero en algún momento tuve sida y también arterioesclerosis.

SR: Coincidencialmente, en una de las versiones sobre su madre, ella también ha perdido una pierna. Así, señor Gill, su vida deviene la realidad que le roba imágenes a la ficción.

RG: O al revés. Ya no lo tengo claro, señor reportero.

 

Roberto Gill llena el vaso. Bebe con lentitud pero vuelve a vaciarlo.

 

RG: Lo cierto es que por la enfermedad perdí la pierna, pero por ella he ganado otras cosas. Desde que me sé enfermo, he aprendido a relacionarme con la comida de otro modo. A partir de la diabetes, me he convertido en una suerte de melancólico de la buena cocina. Soy comelón; ahora, un comelón al que le han clausurado la boca, pero comelón al fin. Ha sido bueno extrañar la comida. Ha sido un ejercicio interesante. Aunque no le puedo mentir, prefiero comerla que extrañarla. No ha sido tan malo. En todo caso, era lo único por lo que hasta ahora no había sentido verdadera melancolía.

SR: Y si nos remitimos a su obra, la comida constituye uno de los motivos más trabajados y celebrados, sin duda. Se ha referido a él casi con abnegación. Recordemos que, hacia finales de los ochenta, usted se dedicó a la actuación y formó parte, durante tres años, del grupo de Jean-Pierre Cobain, para quien, además, escribió algunos textos que fueron llevados a escena. Precisamente, uno de ellos se trata de un grupo de chefs: un italiano, un francés y un peruano que, encerrados en una cocina, planeaban el envenenamiento de un rey.

RG: Está usted tan bien informado que esta entrevista la pudo haber llevado a cabo, perfectamente, sin hacerme una sola pregunta.

SR: No, señor Gill. El público disfrutará oyéndolo a usted.

RG: No, no, no. Está muy bien venir preparado. No hay nada peor que una entrevista en la que uno tiene que guiar al periodista como haciendo una labor humanitaria. Bueno, mirándolo en perspectiva, perfectamente el rey podría ser yo. Recuerdo muy bien esa época porque yo vivía fascinado con Jean-Pierre, a quien considero el más grande director teatral del mundo. Lo que me vuelve loco de él, más que su técnica como director actoral, que es la faceta que más de cerca conocí yo, es su manejo del espacio. Jean-Pierre es el escenógrafo de todas las obras que dirige. En Québec, el gobierno puso a su disposición una casa vieja, en donde funcionó y funciona todavía el centro de operaciones del grupo. Es una casa hermosa, pero los espacios son bastante reducidos. En el desván, Jean-Pierre adecuó una pequeña sala de teatro, donde se estrenaban todas sus obras. Al tratarse de un grupo tan prestigioso, nos invitaban siempre a los grandes teatros de Canadá y del mundo. Lo increíble es que Jean-Pierre nunca modificó las escenografías pensadas en función del espacio del desván de la vieja casona de Québec. Entonces, imagínese el escenario del… Teatro Colón de Buenos Aires, que mide 35 por 35; bueno, en ese escenario gigantesco, Jean-Pierre instalaba una cocina de 8 por 8. El resto del espacio quedaba desocupado, sin luz, pero tampoco resguardado por el telón. ¿Y sabe lo que lograba Jean-Pierre con eso? No hacer teatro, sino teatro dentro del teatro. Y, por supuesto, obligaba al espectador de las grandes cosmópolis a mirar el vacío, la nada. Para Jean-Pierre Cobain, salir de Québec era volverse un poco loco y nos arrastraba a todos en esa odisea.

SR: ¿Es quizás por esa misma razón que usted no ha salido de su propia ciudad en los últimos años?

RG: Le puedo dar algunas razones válidas por las cuales no he salido de esta ciudad en mucho tiempo. Desde los afectos, pasando por mi enfermedad, hasta las montañas, señor reportero. Y aunque, en parte, son motivos verdaderos, hay uno que es mucho más contundente.

SR: ¿Nos podría contar sobre eso?

RG: Está bien. Usted comenzó esta entrevista hablando de mi madre, y por ahí va la respuesta justamente. Al nacer yo, sobre mi familia paterna cayó un manto de tranquilidad. El apellido traído de Europa aseguraba su continuidad en estas tierras. Pero costó un tanto que yo naciera. Cuando mi madre quedó encinta la primera vez, viajaba mucho, hasta que tuvo una recaída y el doctor le recomendó reposo absoluto. Como se podrá imaginar, mi padre casi obligó a mi madre a quedarse inmovilizada en la cama, pero ella ingenió salidas para liberarse. Perdió ese bebé, pero se quedó encinta de mí casi inmediatamente. En esta ocasión, ella, por su propia cuenta, dejó de viajar y se instaló en una vieja casa del centro, la casa que mi abuelo Gill había comprado al llegar acá. En esos meses de espera, mi madre desarrolló una condición. Ahora sabemos que era delirium. Así la llama la psiquiatría moderna. Bien. Tengo la certeza de que la condición vive en germen en mí. Estoy, en realidad poniéndome a prueba.

SR: Esto que me está relatando es increíble.

RG: No, señor reportero, no es increíble; es mentira. No se asuste usted. ¿Cree que si tal cosa fuera verdad yo se la contaría? Jamás. Mi verdadero problema radica en que quisiera ser un poco más como Jean-Pierre o mi madre, pero estoy muy lejos de ellos. Disculpe, en realidad creo que sigo poniendo a prueba su paciencia. Voy a responder a su pregunta. No salgo de esta ciudad porque no quiero, señor reportero. Me parece que ésta es la ciudad más hermosa sobre la faz de la tierra. Me gusta saber que cada mañana me despierto aquí y no en otro lado. Créame que me gusta el mundo, me gustan muchas ciudades del mundo, pero ésta es todo lo que quiero hoy por hoy.

SR: ¿Qué más le gusta a Roberto Gill?

RG: No sé, pregúntele a él.

SR: ¿Y a usted qué le gusta hacer?

RG: Bueno, la verdad es que me gusta oír música. Creo que ya le hablé de mi amor por Béla. ¿Sabe qué me gusta de él? Su inconsciencia. Béla Bartók es un inconsciente. Se cree niño Béla. Hace lo que le da la gana. No respeta a nadie y eso termina por gustar tanto. Como Buñuel, que al estreno parisino de Un perro andaluz asistió con piedras en los bolsillos para defenderse de las agresiones de la gente, que estaba seguro iba a recibir una vez se terminara de proyectar el film. Pero la gente, “la gente culta” se paró y lo aplaudió largo. Salieron encantados de la sala de cine. Y Buñuel con sus piedritas en los bolsillos. Lo mismo le pasa a Béla. Creo que espera molestar y logra todo lo contrario.

SR: Me parece que a usted le sucede lo mismo con su ficción.

RG: Eso lo dice usted, señor reportero. Yo creo que no logro nada de eso, ni estoy seguro de que sea lo que busco. Yo creo que mis ficciones son más bien otra cosa. A Bartók y a Buñuel los incentiva su tiempo. Pero, sabe, me resulta un poco extraño hablar de lo que hago.

SR: Por favor, para todos los demás sería enriquecedor.

RG: Ja. En fin, me parece que lo que busco es la repetición, como se repiten las tablas para memorizarlas, ya que insiste en que le diga. No es la repetición de los grandes temas de la literatura, señor reportero, es la repetición, punto. Fíjese en la entrada de mi casa. Entre paréntesis, podría decirle que la diseñó mi madre, pero no lo voy a hacer. Lo cierto es que hasta que no se cruce el tercer umbral, no se puede decir con certeza que uno esté adentro. Lo mismo pasa o intento que pase en mis relatos. La repetición sólo para estar más adentro.

SR: La repetición que calma, que apacigua…

RG: … que cansa, que fastidia. Todo eso, señor, todo eso.

 

Gill observa su vaso. Lo mira vacío. Hace como si fuera a tocar su pierna, la que ya no existe, pero, a tiempo, se detiene. 

 

RG: Me ha gustado mucho conversar con usted, señor reportero, pero le voy a pedir disculpas porque me siento muy cansado y debo dar por terminada la entrevista. El tiempo ha pasado volando y todavía tengo que encontrarme con dos reporteros más. La verdad es que quisiera reposar un poco. Vienen del extranjero, sabe. Creo que me estoy poniendo viejo, y lo triste es que eso le resulte evidente a todo el mundo.



Jamón serrano


Disyuntiva

Me encontraba ante la disyuntiva de robar o no robar, cuando decidí salir al deli a comprar jamón serrano. Suena difícil de entender: ¿por qué jamón serrano en esas circunstancias? Lo lógico hubiera sido decidir cuanto antes si cometía el delito o no. Quizás si hubiera necesitado una pastilla para el dolor de cabeza o para la tensión, o quizás una botella de agua, o por último el periódico para leer el horóscopo, todo hubiera hecho más sentido… pero no. Nada se puede prever, porque sufro de un patológico miedo a la determinación.

 

Jamón serrano

-          ¿En qué le ayudo? – preguntó el dependiente.

-          Por favor, deme ciento cincuenta gramos de jamón serrano.

 

La pulcritud del dependiente llamó especialmente mi atención. Utilizaba unos guantes blancos, de esos de sala de operaciones, y sometía al jamón serrano a la desintegración en delgadísimas lonjas. Las iba ubicando en perfecto orden sobre el plástico transparente. La precisión, pero sobre todo el ritmo con el que hacía su trabajo, que sin llegar a ser lento, exasperaba un poco, le daba cierto aire de solemnidad. Trabajar en un deli, en ese momento, era una acción elevada. Se podía ver cómo, con un delicado movimiento de labios, el hombre iba contando las lonjas: “treees, cuaaatro, ciiinco”. No sé en qué número paró; el cuidado con el que hacía su tarea volvió elástico el tiempo. Sobre el alimento, puso otro plástico transparente. Yo sentía que estaba presenciando un rito, algo parecido a vestir el cadáver de un ser amado antes de confinarlo al ataúd. Llevó el paquete hasta la balanza y lo colocó con cuidado casi maternal sobre la bandeja. Levantó la mirada hacia el visor donde aparece el peso. Al ver que éste marcaba “0,150 kgs”, una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro. Su alegría era tan simple, que me gusta pensar en ella.

 

Había unas siete personas atrás mío en la fila.

-          ¿Necesita algo más? – preguntó con amabilidad el dependiente.

-          No, muchas gracias – respondí todavía sorprendida.

 

Me entregó el paquete de jamón serrano. Al voltearme y ver con los ojos bien abiertos a las personas de la fila, pensé por un momento preguntarles si es que habían presenciado el fenómeno, si se habían sorprendido como yo ante la voluntad de ese dependiente y la exactitud con la que sus acciones se ejecutaban en el tiempo. Finalmente no lo hice; fui cerrando los ojos hasta dejarlos apenas abiertos. Avancé hacia la puerta lentamente; por momentos, levantaba la mirada y mis ojos se cruzaban con los de algún otro cliente. Tuve la sospecha, antes de cruzar el umbral de la puerta, que ninguno de ellos iba a tener la misma suerte que yo. Tuve la sensación de que el dependiente no sería tan feliz con ninguno de ellos como conmigo. Creo que se lo dije, casi susurrando, al último de la fila.

 

Salí del deli. Llevaba el paquete en la mano. Cuando me cruzaba con un perro, estiraba mi brazo en el aire. Algunos no se inmutaban; a otros, les llamaba la atención la brusquedad de mi movimiento. Ninguno se fijó realmente en el paquete. Me senté en la parada del bus. Se me pasó uno. Debía esperar unos minutos más hasta que pasara otro de la misma ruta. Fue entonces que recordé por qué había salido a comprar jamón serrano. Quería tomarme algo de tiempo para poder decidir, o quizás para no pensar en lo que debía pensar. La distancia entre el momento en que surge la necesidad de tomar la decisión y la propia toma de decisión resulta fundamental para mentes como la mía, incapaces de fijar su atención en un pensamiento durante demasiados minutos seguidos.

 

Al rato, llegó el bus. Me subí sosteniendo el paquete con la mano izquierda y agarrándome con la derecha de todos los tubos que tenía a mi alcance para no caer. Nunca me han gustado los buses, pero creo que he terminado por acostumbrarme a ellos. Hubiera podido tomar un taxi de no haber comprado el jamón, pero, desde temprano en la mañana, tuve ganas. No me gusta caminar, prefiero ser pasajera. Me fijé en las otras personas que iban en el bus. Como yo, su estancia en ese carro se definía en la cualidad de ser fugaz. Las agarraderas llenas de sudores adornaban el bus y le daban el aspecto de un particular sistema de tuberías, con la diferencia de que las aguas, en lugar de recorrerlas por dentro, las recorrían por fuera. Uno de los pasajeros se levantó.

-          Señorita, por favor, tome mi asiento – dijo en un tono tan amable como el del dependiente del deli.

-          Muchas gracias, señor – le respondí sentándome.

“Caballeros hay muchos, lo que no hay es asientos”, pensé y, en lugar de sonreír, levanté una ceja. Eso lo había oído antes en algún cacho, o lo había escuchado de algún chistoso en algún bus del pasado. No importaba. Pensé que debía estar atenta a mi parada. Andaba tan dispersa después del episodio con el dependiente del deli, que era probable que se me pasara. Un par de cuadras antes de llegar, me paré. Pedí permiso. Igual fui golpeando la cabeza de alguno con mi bolso. Pensé: “para qué no se quita”, pero no dije nada. Total, un golpe más, un poco menos de caspa.

 

Al bajarme del bus y caminar unos pocos metros, me di cuenta de que no llevaba conmigo el jamón serrano. Lo había botado, sin querer y con toda seguridad, en el bus. Ay qué dolor. Me volteé para ver si alcanzaba a pedirle al busero que se detuviera, pero no, era imposible. Había arrancado incluso antes de que yo posara mis dos pies en el suelo. Caminé otros pocos metros más, hasta la puerta de mi casa. Al abrir mi bolso para sacar las llaves, encontré el paquete de jamón serrano a buen resguardo. Había olvidado totalmente –como todas las cosas que hago en automático– que cuando me cedieron el puesto y me senté, guardé el paquete previendo mi futuro e inevitable descuido, como Ulises cuando ordenó que lo ataran al mástil para poder oír el canto de las sirenas sin lanzarse al mar. Ojalá fuera igual de precavida siempre. Sentí alivio, entré a la casa y volví a pensar en la simpleza del dependiente.

 

Me tomó un tiempo regresar al lugar de la disyuntiva a propósito de la decisión que debía tomar. Mi amigo Juan (en realidad Juan era mi amigo, pero era, sobre todo, amigo de mis amigos. No nos unía la cercanía, quizás la risa en algunas reuniones, quizás la misma punta de un billete enrollado introducida por turnos en nuestras fosas nasales, quizás un polvo en medio de una borrachera, quizás las calles de Quito caminadas junto a algún conocido en común que llegara de visita a la ciudad) había muerto esa misma mañana. Magdalena me llamó temprano, a eso de las 7, y me lo contó. Yo sabía que estaba muy enfermo y sabía que moriría en cualquier momento. Juan, esto lo sabíamos todos los que alguna vez estuvimos en su departamento, era rico. No sé cuánto dinero tenía en el banco, pero en todo caso, en su casa se podía encontrar una de las más importantes pinacotecas privadas de la ciudad. La mayor parte de los cuadros la había heredado del abuelo materno, un judío alemán que había llegado al país, no huyendo de la segunda guerra, sino unos pocos años antes de que Hitler subiera al poder. Juan por su cuenta había ido aumentando la colección con obras de maestros latinoamericanos como Ortega Caicedo, Sempértegui, Dávalos y Sarmiento-Casares. Una fortuna en óleos.

 

Estaba tratando de recrear el orden en el que Juan había colgado algunos de sus cuadros en la sala de su departamento y no lograba ni siquiera recordar cuál era el cuadro que se podía ver desde el umbral de la puerta. Lo cierto es que, en ese momento, decidí servirme jamón serrano con un trozo de pan de agua. Comí despacio, como sin hambre, pero me terminé todo el pan. Dejé algo de jamón para la noche, porque sabía que me daría ganas. Después de comer, tomé la decisión. Entraría a la casa de Juan a robar. Era definitivo, tanto que ya me sentía ladrona. El velorio se estaba realizando en el mismo departamento, como él había dispuesto antes de morir. Yo iría, como todos los amigos de Juan. Lo único que necesitaba era la convicción de que el tiempo estaba diseñado para que cada segundo que pasara ocupara exactamente el mismo espacio dejado por el segundo anterior. De tener esa seguridad, todo saldría a pedir de boca. Debía medir los movimientos de la gente, de los deudos, de los amigos con exactitud. Pensé que a Juan no le importaría que me robara uno de sus cuadros o todos. Después de muerto, pensé, no le importaría nada.

 

Me puse el único vestido negro que tenía en el clóset. Llamé a mi sobrino antes de salir, como para sentirme persona. Después de todo, necesitaba cometer el delito para pagar algunas deudas contraídas por ser persona. Mis gastos habían superado con creces a mis ingresos, es decir, me había pasado lo que le pasa a la mayoría de la gente en este mundo. Y no que me dé la buena vida: no tengo casa propia, no tengo ropa elegante ni joyas, tampoco viajo demasiado. Mis posesiones tienen la cualidad de ser pasajeras. Lo cierto es que dormía muy mal por las noches pensando en cómo resolver mis problemas financieros. Tendría que llevar conmigo un estilete para poder cortar la tela sin tener que desbaratar el marco, la doblaría con cuidado y la metería en mi bolso. Me quedaría un rato más en el velorio y me iría enseguida, apenada, de verdad apenada por la muerte de Juan.

 

Cuando llegué al depar, me sorprendió ver que no había demasiada gente. Saludé con todos y me quedé conversando un rato con Magda.

-          Se había deteriorado tanto estas últimas semanas.

-          Sí, lo sé. Yo lo llamé la semana pasada y apenas pudo hablarme.

-          ¿Sabes de qué murió?

-          De problemas respiratorios, ¿no?

Sólo por estar segura, comprobé que la alarma de los cuartos no estuviera activada. Parecía necia mi precaución, considerando que hubiera sido muy inconveniente que en pleno velorio sonara una sirena. Después de estar con Magda, de abrazarnos y tomarnos de las manos; incluso de llorar un poco, le dije que iba al baño.

 

Como lo había planeado, entré a la habitación de Juan. Ahí había un Sempértegui del 78. Había sido el elegido por una sencilla razón. Era el único cuadro de la colección que yo recordaba. Desde la mañana, cuando me encontraba en la disyuntiva, no había podido dejar de pensar en él. Yo sabía que había muchos y muy valiosos, pero éste era el único que no había olvidado al momento de trazar el plan. Un día, hacía ya muchos, borracha en la habitación de Juan, sobre su cama y en una posición que me permitía ver la pared del frente, le comenté que me encantaba ese cuadro porque me encantaba el jamón serrano. El cuadro, por supuesto, muestra una portentosa  pierna de cerdo colgada de una viga, que a su vez, no se sostiene en nada. No fue fácil cortar la tela con el estilete. Me di cuenta que me tomaría más tiempo del que había previsto, así que descolgué el cuadro de la pared y me metí con él al baño de Juan. El baño del muerto. Sentí que invadía la privacidad de un cadáver porque ése es el lugar de las secreciones, de lo interior convertido en exterior sin usar el cuchillo. Las baldosas, las llaves de agua me hacían pensar en su cuerpo con una morbosidad exacerbada. Procuré no distraerme demasiado y con mucho cuidado fui cortando el Sempértegui 78. Colgué el marco de vuelta en la pared y salí de la habitación. En silencio.

 

En el bus de regreso, saqué la tela de mi bolso. La observé unos segundos. Sentí vergüenza, la misma que había sentido en el baño. No volvería a guardar la pintura porque se podía malograr. La llevaría en la mano con cuidado para que nadie viera su contenido. Después de todo, no era muy grande. Mis caderas la taparían perfectamente. Para distraer la vergüenza, decidí pensar en Juan. En su cuerpo, pero de otro modo, en su cuerpo delicado pero hermoso. Era alto y rubio, me dijo una vez que como su abuelo alemán. Había una cierta transparencia en él, una transparencia que superaba la de la blancura de su piel. Juan era un hombre bueno, ante todo. Al llegar a casa, ya de noche, me serví el resto del jamón. Mientras lo engullía, pensaba que había hecho bien mi trabajo, que nadie se había dado cuenta de que entré y salí del cuarto. Todo fue exacto. Tuve suerte, por supuesto; no sólo dependió de mí. Como con el dependiente del deli. Tuvimos suerte de que las formas nos favorecieran (en el caso de él, la de la pierna; en mi caso, la muerte, el velorio de Juan).

 

Después de comer, pensé en mirar detenidamente mi nuevo cuadro. Todavía no había decidido qué hacer con él. Fui al sofá de la sala a buscarlo y no lo encontré. Fui a mi cuarto y no lo encontré. En el estudio, tampoco. Sobre el mesón de la cocina, unas pocas frutas a punto de pudrirse. En el comedor, sólo el plato vacío de jamón serrano. Hice memoria. La última vez que recordaba haberlo tenido en mis manos fue en el bus, antes de abrir mi cartera para sacar las monedas y pagar el pasaje. Lo había olvidado en el asiento. No me cabía la menor duda al respecto.