La piel del miedo, de Javier Vásconez
 

Por Alberto Bruzos

Universidad de Princeton, USA

Director del Programa de Lengua Española

 

La última novela de Javier Vásconez empieza con el ruido de los disparos en medio de la noche y termina con el sonido de la lluvia cayendo sobre la noche de la ciudad, una lluvia que “unas veces era cruel, otra tan protectora como la sombra del volcán”. El volcán es el Pichincha, la ciudad, Quito. La primera escena ocurre en la casa familiar de la calle Carvajal; la segunda, en una alcoba del Hotel Dos Mundos. Este establecimiento, que “emanaba un aire de negligencia y misterio”, tal vez le recuerde al lector el Hotel Savoy de Joseph Roth. Ambos hoteles alojan una galería de personajes bizarros (en este caso, el doctor Kronz, la cantante Fabiola Duarte, el jockey Rosendo, e incluso la propietaria del hotel, la señora Isabel, viuda de un dentista de New Jersey), personajes abiertos y misteriosos, que en las dos novelas funcionan como espacios perceptivos de la mirada del narrador, igual que otros personajes también transitorios de La piel del miedo: Papi George, Ramón Ochoa, el señor Hito.

Incluso la pasividad del narrador recuerda el tono de la novela de Roth, aunque en este caso no se trata de la impotencia del individuo frente a un mundo asertivo y voraz, pues el mundo por el que se mueve el narrador de La piel del miedo, esa “ciudad fantasmal, intrincada como las huellas en la mano de un anciano”, es tan melancólico y espectral como él mismo. Tanto él como su percepción del entorno han sido moldeados por la enfermedad que sufre: la epilepsia. Todo enfermo crónico comprende hasta qué punto determina una enfermedad el aparato sensible y conceptual de la persona; cada enfermedad crónica impone una manera distinta de estar en el mundo, y cuando se es enfermo desde la adolescencia o incluso la infancia, la negociación que es necesario establecer con la enfermedad por el control y la autonomía de la persona, que en el mejor de los casos termina en la integración de la una en la otra, se solapa con la contienda que a esa temprana edad es necesario mantener con las estructuras arbitrarias y las líneas de fuerza de un mundo exterior incomprensible, ajeno y en pleno proceso de descubrimiento, contienda que conduce también a la problemática integración de persona y realidad, con infinitas variaciones y matices de alienación y conflicto. Ambas, enfermedad y realidad, empiezan por humillarnos, por someternos, hasta que, “fríamente, sin apasionamiento, desde lejos”, aprendemos a aceptarlas “con la misma distancia con que se mira una máscara”. Este es el doble trayecto (el doble pulso) que sigue la novela de Vásconez entre la noche que la inicia y la que la concluye.

          Con todo, la estructura narrativa de La piel del miedo tiene más de composición que de trama. Cada capítulo, en vez de avanzar la historia hacia su conclusión, viene a complicar la misma idea de una historia lineal y conclusiva. Aunque la narración avanza en orden cronológico, su temporalidad es muy similar a la de la memoria: impredecible, elusiva, elíptica, poblada de vacíos insondables, enturbiada, en este caso, por el miedo (“no veo mi vida únicamente a través de la memoria”, nos dice el narrador, “sino desde el lugar donde creo haber estado siempre, el mirador de mi propio miedo”). El miedo garantiza, pues, la unidad de lugar (la recurrencia, el estatismo) de esta novela. El horror del niño se convierte en el miedo del adolescente y, más tarde, en el del joven narrador, adoptando una distinta coloración, pero con los mismos motivos (la epilepsia, la figura del padre ausente). Y digo motivos en el sentido de temas, más que en el de causas, aunque la propia polisemia (la imprecisión) de la palabra explica la frecuente identidad de los unos y las otras. Ahora bien, si identificamos los motivos recurrentes del miedo con sus causas no es en virtud de un conocimiento empírico, sino de una conexión lógica. El miedo, en realidad, precede a los motivos, como parece intuir el narrador: “Puedo advertir a mi alrededor síntomas de miedo colectivo, en la ciudad azotada por la lluvia, en los zaguanes donde se refugian los vagabundos, en la sonrisa temblorosa de los niños, en los ojos de las mujeres cuando salen atropelladas de sus trabajos, aunque nunca he descubierto las verdaderas motivaciones ni el origen del miedo.”

Igual que la procedencia del miedo ajeno puede resultar impenetrable, otro tanto sucede en parte con los miedos propios, sobre todo cuando clavan sus raíces en el sustrato de la infancia. Los miedos de la infancia son horrores inefables, en el más estricto sentido de la palabra, porque, en buena parte, están relacionados con la falta de voz propia y con la percepción general del lenguaje como un orden simbólico en el que siempre es otro quien toma la palabra y tiene la razón, incluso cuando quien habla es uno mismo. “El poder de contar una historia”, observa el narrador, “radica, en cierta medida, en la capacidad de ser uno mismo y al mismo tiempo otro.” Y también: “Sin duda era el mismo miedo que experimentaba frente a todos los adultos, especialmente cuando tomaban la palabra y parecía que tuvieran siempre la razón.” Ese horror indecible de la infancia tiende a asimilarse, con la edad, a los miedos concretos y opresivos de la cultura (miedo a la muerte, miedo al fracaso, miedo a la ruina, miedo a la enfermedad, miedo al ridículo) y los terrores causados por catástrofes naturales y atrocidades políticas y criminales. En este sentido, el miedo del narrador es obviamente excepcional, pues sigue siendo un miedo infantil, un miedo personal e irreductible a la matriz de miedos colectivos. La ausencia del padre, además de ser un motivo del miedo, es sin duda lo que prolonga su carácter pueril más allá de los límites de la infancia. La desaparición del padre real deja al hijo a solas con el padre simbólico, cuya imagen aterradora persiste congelada en la imaginación y el recuerdo, sin posibilidad de ser actualizada cuando, con la edad, todo hijo comprende que su padre es víctima de la misma impotencia atemorizada.

La recreación insistente de la figura paterna determina además el estilo hipotético y visionario de la novela. Este, naturalmente, refleja la perspectiva del narrador, pero sin duda también la imaginación literaria de Javier Vásconez, cuyo uso de la metáfora es comparable al de autores como Yukio Mishima, Julien Gracq y Roberto Bolaño. Me limitaré a citar dos ejemplos: “Por unos instantes vi como se le resquebrajaba el rostro como una máscara de porcelana que se hubiera roto en mil pedazos, gracias al miedo extenuante que le produjeron las convulsiones”, dice el narrador de su hermana. E, imaginando a su padre como contrabandista de aguardiente y guía de una caravana de camiones: “Era como si las casas por las que iba pasando vigilaran a través de sus ventanas negras su avance en la oscuridad, como si la visión silenciosa de esos vehículos fuera la pesadilla de sus habitantes.”

En el plano lingüístico, el subjetivismo de La piel del miedo se materializa tanto en el léxico (predominio de términos abstractos: miedo, horror, violencia, ternura, pudor, ansiedad, desaliento) como en la gramática (repetición de comparaciones hipotéticas como las de los ejemplos del párrafo anterior; abundancia de verbos en pretérito imperfecto, tiempo en que la acción queda suspendida, dilatada, reiterada, “abstraída” de la línea temporal). Además del tiempo, de por sí abstracto, también el lugar, Quito, a pesar de las referencias de tipo local y geográfico, es en esta novela una invención subjetiva, literaria. Hacia el final, el narrador dice: “A mi mente volvió el recuerdo de mi casa, más bien como un estado de ánimo que como un lugar donde vivir.” Como el hogar, la misma ciudad construida a la sombra del volcán es más un espacio imaginario y afectivo que un lugar en el mapa.

La voz del narrador, capaz de transfigurar la realidad y de dotarla de la concreción fantasmagórica de los sueños, y la concepción de la figura paterna, a un tiempo ausente y dominante, me han hecho leer La piel del miedo pensando en la novela de Danilo Kiš Jardín, cenizas. El parentesco con esta obra trasciende la temática de la infancia y la obsesión por el padre desaparecido. Igual que la novela de Kiš, La piel del miedo abunda en pasajes desgajados de la trama que encapsulan minuciosamente un estado anímico en forma de recuerdo de índole material, como, por ejemplo, las líneas que encabezan el capítulo 18: “(…) Detrás de los cristales picados por la lluvia me pareció ver, sobre el borde mojado, el cuerpo muerto de un gorrión con el pico entreabierto, como si hubiera chocado violentamente contra la ventana. Cuando toqué su pequeña cabeza con mis dedos percibí el tenue hedor que desprendía su cuerpo inerte, lo cogí de las alas y lo enterré en una maceta. Qué silenciosa parecía la casa a esa hora.” Equilibrando con igual pericia el subjetivismo radical de la voz narrativa con la atención a la anécdota (al episodio) y el registro paciente y preciso del detalle material, ambos escritores proponen la misma poética y la misma visión inconsecuente, frágil y fragmentaria de la vida humana.