Solange Rodríguez Pappe


Guayaquil (1976). Escritora especializada en el género de lo extraño; ganadora del premio nacional Joaquín Gallegos Lara al mejor libro de cuentos del año 2010 con Balas perdidas. Cronista, activista cultural y conductora de talleres de escritura creativa. Ha publicado cuatro libros de cuentos y antologado un compendio de micro ficciones ecuatorianas:
 Tinta Sangre (2000), Dracofilia (2005), El lugar de las apariciones (2007), Balas perdidas y Ciudad mínima (2012). Consta en compendios de narrativa hispanoamericana como las realizadas por Raúl Brasca —Cielo de Relámpagos( 2009)— y Salvador Luis —Asamblea Portátil (2010) y la condición pornográfica (2011); a más de integrar todas las selecciones de autores contemporáneos que se han realizado en Ecuador desde 1990. Ha representado al Ecuador en las ferias del libro de La Habana, México, Bogotá, Lima, Santiago y Buenos Aires. Actualmente cursa una maestría en letras y realiza una investigación sobre la literatura fantástica en Ecuador, llamada: “Desconocer la realidad”. Se puede encontrar novedades sobre su producción en el blog http://ellugardelasapariciones.blogspot.com y en su twitter @hembradragon. Alista un tomo de ficciones brevísimas: “Caja de magia” y un nuevo libro de cuentos: La bondad de los extraños.


    A tiempo para cenar

 

Es importante que estemos a tiempo para la cena, pero a mí me cuesta controlar la manera en cómo se me van las horas en esta nueva existencia. Usualmente estoy escribiendo sobre el pasado en los cuadernos, así que casi siempre salgo precipitadamente, dejando  las mejores ideas sin terminar. Jamás me he cruzado con nadie en el pasillo o en la escalera. Yo creo  que se debe a que siempre llego atrasado o muy temprano a compartir la mesa, así que en cuanto me percato, bajo en carrera hasta el primer piso —-una  sala de luces opacas y difuminadas  —-, y me siento en el  primer sitio libre que tenga un plato limpio. Jamás tengo hambre, pero de todas maneras, como.

Cuando tenía diez años, mi padre mató a alguien. Esa es la historia fundamental. Lo que escribo se repite una y otra vez los alrededores de ese suceso que de tanto frecuentarlo se ha vuelto aséptico, carente de emoción. También me pasa con todo lo que está bordeando ese recuerdo: velocidad, noche, música en el toca cintas, golpe, cuerpo que se rompe… Lo evoco  sin consistencia, como si  hubiera sido envuelto tras una lámina de plástico y al tocarlo, no duele. Están allé las presencias pero son inofensivas. Mi padre conduce presionando el acelerador, puedo ver, mientras me asfixio, su pierna izquierda temblorosa. Mi mano se extiende crispada hacia el parabrisas del auto señalando un gran pingajo de sangre. —Calma, vas a estar bien— dice mi padre—- y me tapa los ojos con su mano derecha. Viene la oscuridad.

Levanto la palma. Me he quedado ensimismado en el repaso. Frente a mí está  sentada una mujer que mastica un bocado con lentitud, su mandíbula se mueve pero no traga. Su plato está casi entero. La mujer mira sin mirarme, pasa con los ojos aletargados a través de mí. Quizá vaya a ser la última en dejar la mesa. Yo jamás me he quedado hasta el final, y sé que debo  levantarme ahora. Hay cosas más imperiosas que comer. Entonces subo por la escalera desierta demorando los peldaños, siempre con la ansiedad y el recelo de encontrar a alguien en mi camino  y vuelvo hasta la habitación donde escribo en uno de los cuadernos limpios: “Cuando tenía diez años, mi padre mató a alguien”.

En el recuerdo hay variaciones, no sé explicarlo bien, es como una capa de la que se desprenden infinitas láminas de posibilidades con las que juego a suponer lo que hubiera pasado esa noche. En una de las estampas que he escrito, mi padre me obliga a bajarme del auto y me dice, —Esto es lo que he hecho por ti—. El cuerpo que miro es un estropicio, una masa de vísceras molida por los neumáticos. El horror me deja sin gritos, sin palabras, sin argumentos de defensa. Quiero zafarme de sus manos duras que me obligan a quedar quieto sujetándome los hombros. Sé, que dentro de ese recuerdo falso, jamás podré olvidarme de esa imagen, que viviré con ese negativo instalado tras los párpados y que cada acción que haga se construirá desde las bases de esa tierra mojada y roja. Entonces empiezo a asfixiarme con un estertor doloroso que aprieta  mi tráquea y es como si cerrara los ojos. Corte a negro.

A veces me parece identificar a conocidos entre los comensales. La mayoría mastican y tragan abstraídos en sus pensamientos, pero otros también pasean los ojos por sus vecinos de mesa, ojos asombrados de solitarios que no están acostumbrados a mirar a tanta gente, ojos aturdidos, estúpidos de cansancio o de sueño. La mesa es angosta pero procurarnos rozarnos lo menos posible, tocar a otro, palpar los brazos o peor, las piernas bajo la mesa genera una repulsa  indisimulable, pero ya que compartimos la cena hay que ser cordial, ser tolerante con las extravagancias de los que mastican con la boca abierta, usan las manos, eructan, salpican las camisas de los compañeros (aquellos con quienes literalmente “se comparte el pan”),  por  su torpe uso de la cubertería. Los más difíciles de soportar son los que me miran como si supieran quién soy pero no me dicen nada. En una ocasión una mujer demoró la cena solo para decirme que quería hablar conmigo y que me esperaba escaleras arriba pero aún cuando recorrí el trayecto de vuelta a mi cuarto y miré hacia atrás repetidamente, no encontré a nadie.

En otro de los recuerdos, es mi padre el que se asfixia y yo conduzco sin detenerme, para salvarle la vida. Yo soy mi padre, siento sus manos callosas y de tendones engarrotados, su barriga hinchada incrustarse contra el timón, su  corazón de caballo despeñándose por un barranco y entonces entiendo porque mi padre ha ido golpeándose contra todo mientras recorre el camino que separa la vida de la muerte.

 Mi padre embiste cada una de las alambradas del mundo: a todas las cabras, gatos, venados y terneros, los hace volar por los aires y luego quiebra sus huesos con los neumáticos porque no puede tenerse;  mi padre es un sacerdote que ofrece corazones a la luna a cambio de que el mío siga latiendo. Mi padre arroja a otro hombre al pavimento del carretero y luego le pasa encima porque me ama. Entonces, con el alma cargada de agradecimiento, despierto. Me he adormilado en mis propias fantasías y se me ha hecho tarde para cenar.

Salgo tambaleante al pasillo desolado y una mujer me contempla antes de perderse escalera abajo. —Me pareces conocido—, me dice entre dientes, pero no se detiene. Desciende rápido, debe llegar a tiempo para cenar. Quedan briznas de su recuerdo: el pelo enmarañado , los ojos con cierto estrabismo, la piel cenicienta. En cuanto me acerco a los primeros peldaños  me percato confundido de que se ha tratado de un espejo en el que no había reparado, era yo mismo. Me detendría a contemplarme pero temo retrasarme. Cuando llego hasta el salón atestado por extraños, el incidente ya se me ha olvidado, busco un espacio vacío, me siento y empiezo a comer en silencio.

A veces alguien me dirige la palabra, usualmente los recién llegados, los que no comprenden cómo van las cosas, los que quieren salir y preguntan dónde están las puertas. Como ni yo ni nadie les contesta,  poco a poco se les va olvidando hablar. Al corto tiempo ya no se les puede distinguir del resto, comen como todos y con la boca llena se les  acaban las preguntas. También ha habido casos de gente que quiere volver a la habitación sin  probar bocado,  los que lloran desconsoladamente, los que parlotean en voz alta de sus recuerdos, pero esas son las noches más extraordinarias. Normalmente todos somos buenos comensales, usamos los cubiertos  y con razonable destreza,  vaciamos las fuentes, dejamos los platos limpios y cavilamos en silencio, pensando en qué nuevo giro podríamos darle al recuerdo que amasamos, que aplastamos con los dientes, que nos nutre y que se ha convertido en el pasatiempo de nuestras horas. Muchos no hayamos manera de que la cena transcurra más rápido para seguir rumiando los bordes de esas imágenes y subir a exprimirlas hasta el más seco de sus resquicios.

 Demasiado temprano o demasiado tarde, siempre cruzando de forma desbocada el pasillo penumbroso y vacío, trastabillando en las escaleras, ahora confundiéndome con el reflejo de un espejo que devuelve destellos azules y lóbregos, muy  absorto en mis pensamientos como para ver venir el auto por la carretera, uno quien espera la paz del campo, calmar la vida cotidiana bajo el guiño de la luna y de golpe, el puño de la vida se alza y te estrella hasta hacerte saltar los dientes. Primero el empellón y la caída, el dolor que va esparciéndose sin tener una herida particular porque la herida es todo. Luego caer, aturdirse, perder el aliento, permanecer lúcido mientras la cadera se tritura bajo el peso del azar monstruoso, después las costillas, sentir como el brazo se desgonza  y la sangre abundante llena la boca. Con los ojos vidriosos ver al padre y al hijo contemplarte ya no como un ser humano, como puede ser un pedazo de carne abierta vista desde un plato, intentar pedir ayuda, tener un gorgoteo en lugar de voz, perderte en la mirada de un niño tan asustado que se desmaya contigo. Que tu recuerdo fundamental sea morir.

Me he quedado soñando despierto frente a la comida, otra vez. Aunque sé que voy retrasado en mi escritura demoro exprofeso en masticar, paso el trozo de un lado a otro sin tragarlo como la mujer quien — algunos puestos más allá en la mesa — ensaliva un bocado infinito.

 Sólo hemos quedado  un hombre altísimo de ojos saltones que me contempla con ese aire ausente que solemos tener todos en la mesa y la mujer desvaída que mastica y no traga y yo. La examino, ella cruza su mirada con la mía buscando quizá bondad, quizá compañía para el resto de la cena. Es de las nuevas, de las que creen que  puede haber salida de la trampilla reminiscencia. Cuando me pregunta con angustia si la recuerdo ensayo una respuesta diferente a lo que decimos todos en esa casa desde que tengo memoria. Le digo que sí, que se me hace conocida de alguna parte. Entonces ella deja de moler la comida y sonríe.