Andrés Cadena


(Quito, 1983). Su libro Fuerzas ficticias obtuvo el Primer Premio en el Concurso Pichincha de Cuento 2012. Otros cuentos suyos han aparecido en Transtextos (libro en coautoría con Juan Carlos Arteaga); antologías como Los invisibles, Cuentímetro, Tiros de gracia; y revistas como Anaconda, Letras del Ecuador y Suelta (virtual). También fue coordinador editorial de la Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura; y actualmente forma parte del sello literario Antropófago.




Ítaca

 

Reconocí a Oliver desde el otro costado de la calzada. Me esperaba de pie sobre la acera, fumando,

bañado por el velo cobrizo que proyectaban los neones del letrero del Ítaca. Un abrigo gris lo entallaba a la moda europea más reciente y disimulaba esa silenciosa y definitiva entrada a la madurez que habíamos recorrido en los últimos tiempos, sin quererlo.

 

Crucé la avenida mirando las volutas de humo de cigarrillo que salían de la boca de mi amigo, perseguidas por el vaho de su propia exhalación, como el fantasma de un fantasma. Las espirales se manchaban de luz roja y demoraban en disiparse en la ligera noche andina.

 

Nos abrazamos sonreídos y nos llamamos por antiguos sobrenombres que, fuera de esa situación, nos habrían parecido ridículos. Oliver propuso entrar enseguida al bar, explicándome sobre la marcha que, antes del plan que nos unía, debería pasar a ver a Martina, su hija de seis años, que estaba con Sara.

 

La noticia de la nueva relación de Sara le había llegado a través de un correo electrónico meses atrás, en la escueta expresión de una mujer que ya nada pretende de un hombre. Sólo a su arribo por vacaciones se enteró de que su (todavía) esposa y su hija vivían ya donde la nueva pareja. Mi amigo sospechaba que el hombre sería bastante mayor a Sara, que probablemente rozaría la

cincuentena. Habitaban un departamento en un edificio prácticamente al frente de la conocida taberna en Paradero, la avenida residencial donde Oliver me citara:

 

—Vamos al Ítaca, como siempre —me había dicho por teléfono un par de días atrás, con la misma fijeza con que los marinos deben reconocer sus dilectos burdeles en los puertos donde fondean fugazmente.

 

—No me demoraré —dijo ahora, reunidos ya—. Pero tengo que verla hoy.

 

De su semblante emanaba una aspereza que, sumada a sus rasgos arios cada año más angulosos, le daba una presencia como de héroe de antiguos westerns.

 

Luego me resumió sin emoción el último lapso en que no nos habíamos visto, me contó de su trabajo nuevo —como jefe técnico en una fábrica de baterías para automóviles— y la vida confortable y rutinaria de Alemania, en una pequeña ciudad a la vera de un lago; yo retenía

ese lugar en mi memoria desde nuestra adolescencia de mochileros, cuando Oliver se perfilaba como el astuto triunfador que todo padre pudiera desear.

 

Me dejó entrever, sin quererlo a cabalidad, que seguía solo.

 

—Me va bien —sentenció al fin de su relato, y, tras mirar su reloj, apuró de un trago lo que le quedaba en su vaso de cerveza—. Me voy —aumentó señalando con un leve golpe de cabeza hacia el otro lado de la calle, que se divisaba a través del ventanal del lugar—. ¿Me esperas aquí?

 

Asentí.

 

Lo vi marcharse y cruzar la calle. Pedí otra cerveza a una mesera que, si hubiese estado solo, como de costumbre, habría abordado sin pensarlo dos veces.

 

•••

 

Una media hora después, Oliver regresó. Caminaba imbuido de una lentitud que asocié con duda o incertidumbre.

 

—¿Cómo está Martina? —le pregunté, con el ánimo impostado que uno adquiere al hablar de niños.

 

—Hermosa —repuso con una prisa que no querría explicar—. ¿Nos vamos?

 

La zona rosa de la ciudad estaba a unas quince cuadras siguiendo al este —en dirección al volcán— por Paradero, trecho que recorrimos a pie en un antiguo ritual de emborrachamiento graduado: compramos una botella de Gato Negro del año anterior, y la descorchamos bajo la confusa iluminación de los postes de la avenida. El que no hablaba debía tomar cuantos sorbos le permitiera

la marcha, y cuando el locutor cambiaba, el pico de la botella también era cedido; como si unos malabaristas neófitos se pasaran una posta cuyo choque contra el suelo imaginan con terror en cada movimiento.

 

Llegamos a un remedo de pub, el Mar Abierto, y nos sentamos a la barra, mientras el vino iba posando una alegre torpeza en nuestros semblantes.

 

—¿Y los papeles del divorcio? —solté, entrando con cuidado en una materia que sabía desagradable para mi amigo—. ¿Cómo marcha el asunto?

 

Él me miró con un inicio de sorpresa, disipada pronto como por obra de un desencanto.

 

—Van —dijo—. Sin mí acá, todo se complica, ¿sabes?

 

—Claro —musité, echando un trago extenso y oteando el clima y los visitantes del lugar—. Pero tú ¿sí quieres separarte de Sara?

 

Torció la boca antes de hablar.

 

—No veo otra opción.

 

Miró con detenimiento su vaso de whisky, como si allí se empozara la secreta figura de su futuro.

Resopló, dejando escapar un tufo de licor que además anunciaba su fastidio.

 

—¿Has intentado hablar con ella? —Mi voz tenía la textura aterciopelada de la amistad—. Pal vez todavía quedan esperanzas. Para ustedes, digo —sonreí.

 

—Lo último que se pierde, ¿no? —dijo con levedad mi antiguo amigo.

 

Me di cuenta de que no hablaría fácilmente de esos temas. De sus reales planes e intenciones.

 

Decidí contarle un poco de mi trabajo en la universidad y mis proyectos de investigaciones, aunque al principio apenas lograra interesarle.

 

Le narré entonces de mi relación fugaz con Ana. Y ahí gocé de su plena atención. Le dije de sus sugerentes comentarios en clase, su ondulación de labios al hablarme y el caminar sin prisa de sus juveniles nalgas sabiendo que la miraba. Le conté del primer encuentro en mi oficina, del sabor de sus tetas suaves que dejaba colgando postrada en cuatro sobre mí; le dije de los moteles, de las ilusiones bobas de la niña, de sus fellatios inigualables, de sus escenas ante mi falseada amargura y de la ruptura que había ocurrido recientemente.

 

—¿Ves? —dijo, animado—, te la pasas muy bien.

 

—Mientras no se enteren en la Facultad —acoté, y bebí con fruición mi cuba libre.

 

—Claro, pero a lo que voy es que es bueno no estar enganchado. Retenido por algo.

 

—Salud por eso —dije, y asentí en un gesto, si no falso, al menos débil.

 

En realidad, la soledad era un territorio del que, ya tiempo atrás, me había costado salir.

 

Seguimos tomando y mirando las siluetas que poco a poco llenaban el Mar Abierto. La música electrónica retumbaba en las paredes de concreto del alargado local, y una informe oscuridad serpenteaba entre la gente.

 

Bailamos con dos mujeres más jóvenes, amigas entre ellas, que se habían arrimado a la barra a nuestro lado. Luego de poco rato, se cansaron y se escabulleron, tras despedirse a medias, en un bosque de tinieblas y resplandores de varios colores.

 

—Ya no estoy para esto, Oli —dije riendo, mientras pedía otro trago.

 

Mi amigo asintió, con un gesto que ensombrecía su varonil aspecto.

 

Después guardamos silencio. Cada uno miraba en distintas direcciones.

 

Eran pasadas las tres cuando encendieron las luces del Mar Abierto y el frío empezó a entrar por la doble puerta que nos conectaba con el zumbido nocturno de la calle.

 

Salimos como parte de un rebaño adormecido y decidimos ir a tomar unas últimas copas antes de cerrar la jornada. Nos sentamos en una mesa exterior de un bar-restaurante que abría las veinticuatro horas.

 

El aspecto de Oliver denunciaba una pesadez que sobrepasaba el abotagamiento del alcohol y el trasnoche.

 

—¿Cansado? —le dije.

 

—Algo —respondió, tratando de evadir un bostezo—.

 

También es el jetlag.

 

—A mí no me engañas —repliqué mientras le arrojaba un débil golpe de puño en el hombro.

 

Toda la escena fue una mezcla insostenible de pasado y presente, una equivocación que aceptamos sin decírnoslo.

 

—¿Todo bien? —lancé, sin convencimiento.

 

—Bien, hermano —dijo Oliver.

Nos miramos y fue como si empezáramos a entender que todo había cambiado, en algún inadvertido y ya lejano punto de nuestra amistad.

 

Estábamos estrenando una melancolía que compartíamos y que, extrañamente, nos volvía semejantes. Me sentí más cerca de mi amigo de lo que me había sentido en mucho tiempo.

 

—¿Ya conociste al nuevo novio? —dejé salir de mi boca, irresponsablemente.

 

Oliver negó con la cabeza y dio un hondo respiro.

 

—¿Y quieres conocerlo?

 

—Aún no —respondió con tedio, y en ese instante sentí como si la noche le hubiese caído encima, como si un telón de gamuza oscura descendiera sobre el actor en medio de su representación.

 

—Te quiero mucho, Oli —le dije estirándome sobre la mesa para poner mi mano sobre su hombro, en un dislocado abrazo, dibujo de la ebriedad.

 

Él no dijo nada y se dejó dar unas palmadas como un niño obediente, que sabe que ha hecho bien pero que no le ha costado en realidad esfuerzo alguno.

 

Después de un momento, se reclinó de nuevo sobre su respaldar y bebió hasta el fin el vaso que tenía delante. Yo sólo lo miraba. Lanzó un suspiro largo, y luego habló.

 

—A veces no sé para qué vuelvo —dijo, dejándose llevar como un cuerpo lanzado al solitario oleaje del alba—. Cada vez, parece que me he ido como por veinte años. Vengo, y todo es diferente. Imagino que ya nadie me reconoce. Me siento nadie. Es como seguir de viaje.

 

La sensación que desgarraba a mi amigo me era por completo extraña.

 

Todo movimiento me parecía irreal bajo la gigantesca negrura del cielo, una pintura de estatismo y eternidad. El volcán era lo único que se enfrentaba al vacío que pendía sobre nosotros y la ciudad.

 

—Vámonos, Oli —le dije cuando el silencio se me hizo insoportable.

 

Quería clausurar la noche, alejarme de los bares y del movimiento lerdo y peligroso de los habitantes de la madrugada.

 

Quería separarme de mi amigo y volver a mi vida.

 

•••

 

Nos despedimos con un abrazo fuerte y prolongado, mucho más sincero que nuestro saludo, algunas horas más temprano. Deposité a Oliver en un taxi y emprendí el camino de regreso por Paradero.

 

Llegué al frente del Ítaca cuando la noche se acercaba en silencio a su fin, pero el volcán —viendo a lo lejos, al este— continuaba siendo uno solo con el infinito cielo. El letrero con las luces rojizas estaba apagado, y los ventanales de la taberna, protegidos por verjas metálicas deslizables.

 

Nadie más transitaba la avenida, y yo permanecí un momento, fumando, sobre la acera.

 

Supe que esa lúgubre estampa era una representación falsa de la soledad.

 

Arriba, en el tercer piso del edificio cuya puerta estaba apenas a diez metros de mí, me esperaba mi cama, king size, entibiada desde hacía horas por el cknocido sueño de Sara. En la habitación contigua, tras una puerta entreabierta, Martina reposaría confundida entre sus numerosos animales de peluche.

 

Esa noche soñé que de la delgada boca de la niña —que tanto me recordaba a la de Oliver— provenía por primera vez, destinada a mí, la palabra «papá».