Juan Pablo Castro Rodas 

(Cuenca, Ecuador, 1971)

Escritor y docente universitario. Doctorando en Literatura Latinoamericana por la Universidad Andina “Simón Bolívar” de Quito, Ecuador. Hizo estudios de guión cinematográfico en Valencia, España. Ha publicado el poemario El camino del gris, el libro de cuentos Miss Frankenstein, el ensayo Las mujeres malas, y las novelas Ortiz, La estética de la gordura, Las niñas del alba, La noche japonesa, Carnívoro.


    

Polifemus

La pantalla blanca. El mouse a su lado. Desde la calle un punto de luz se filtra por las cortinas. La noche parece una fiera dormida. Las aceras permanecen vacías. Un gato maúlla.

Una masa amorfa se mueve con parsimonia debajo del edredón azul marino. Desde una esquina del cuarto se ven apelotonados sobre la alfombra zapatos, camisas blancas de seda, bufandas negras, cientos de libros, sobres de correo aéreo, colillas, paquetes de cigarrillos rubios y habanos, un atril y varias partituras, sogas, cadenas, pelotas de goma y un reclinatorio viejo. La habitación está casi a oscuras. Una lámpara permanece encendida. Sobre el escritorio la computadora, tersa y fría. A su lado cientos de disketes.

                El ojo izquierdo de Polifemus se abre de un solo tajo. Sus dedos largos y callosos frotan sus párpados. El silencio es interrumpido por el ssstrickk que produce el regulador del voltaje. Se levanta, y sus dos metros y medio se apresuran a tocar el piso. En cada pie se pueden apreciar costras. Pocos pelos se dejan ver por sus canillas delgadísimas. Los muslos apenas provistos de carne parecen condenados al abandono. Por una fisura de su calzoncillo se puede intuir un sexo dormido y tierno como un espárrago. Una masa turbia de pelos superpone al miembro y crece hacia arriba hasta cubrir por completo la cavidad oscura de su ombligo. Treinta costillas, que parecen lanzas medievales, se pelean por salir del cuerpo: son punzantes esquirlas que empujan con fuerza la piel blanquecina. De entre sus tetillas, rosadas como dulces de fresa, sobresalen dos escarabajos ennegrecidos. En el cuello se miran cientos de canales rojos. Y su cabeza es un tambor alargado. Algunos pelos rubios muestran una calvicie avanzada. Sus ojos son dos huevos negros, o dos murciélagos. Por su frente se desintegran dos gotas perladas de sudor que caen con violencia hacia el suelo. En su paseo muestran la nariz estrellada hacia adentro de la cara como una carrocería aplastada. Sus labios, mofletudos de cereza carnívora, esconden una hilera dientes apiñados uno contra otro en una orgía de mármol, y una tenia morada capaz de segregar toda la saliva del mundo.

Polifemus se despereza. Y luego, como una enorme lagartija, de un solo salto, ya está en la silla. Sus ojos se funden con el brillo de la pantalla. El mouse se mueve. Una flecha pequeña hace doble clic en el icono de e-mail.


Estoy despierto nuevamente, son las tres de la mañana. Todavía recuerdo tus palabras.

Polifemus.

 

El día golpea las cortinas cerradas. Afuera, la gente se tropieza a cada paso. Desde el cielo se puede ver una mancha multicolor que se dispersa y se contrae, una vez y otra vez y otra vez, hasta el fin del tiempo. El cuarto de Polifemus parece un búnker. Las telas negras que cubren las ventanas impiden que el mundo lo vea de cerca. Polifemus teclea con fuerza. Una luz blanquecina cae sobre su cabeza.

 

¿Tus uñas son largas y rojas, y rastrean tu pelvis como perros y huelen y lamen?

Polifemus.

 

El encierro lo separa del mundo. Las cortinas y las ventanas permanecen cerradas. El edificio se derruye cada día. En los departamentos vecinos habitan otros seres que apenas conocen o intuyen al sujeto del tercer piso. Siempre la puerta metálica tiene un candado. Una masa tupida de polvo se mira debajo de la puerta como si la vida misma se hubiese encargado de sellar todos los pequeños orificios. Solo en algunas noches, muy pocas noches, casi ninguna noche, muy pocos o casi ninguno lo han visto a través de la rendija que se escurre por la cortina del frente del edificio. El tambor continuo de la computadora permite creer que sigue ahí. Algunos todavía murmuran, sobre todo los inquilinos nuevos. Pero la mayoría pasa el corredor del tercer piso y apenas mira de reojo hacia la puerta.

 

¿Estás ahí? ¿Por qué no has contestado?

Polifemus.

 

Una niña, con cuatro binchas envueltas entre sus rizos, sube con sigilo las gradas. Un ronquido añejo se escapa ante el peso de sus zapatos azules. En el talón de uno de ellos, una masa de barro, como la cara de un viejo, evidencia que viene del parque. Las paredes muestran inmensas marcas de humedad. Las sombras que se proyectan a pesar de la luz cansina de los focos, parecen moverse a cada paso que da. Ella mira por encima de su hombro. Sobre la baranda se registra la huella del sudor de sus manos. Una gota cae sobre el piso de madera empolvada y rebota. Un eco largo golpea las paredes.

Polifemus sigue aletargado frente a su computadora. Clict clit clit suenan las teclas. Sus ojos son los ojos de la pantalla. El tiempo es un monstruo negro que se traga todo. Una mosca gorda cae en picada hacia el cogote de Polifemus. Cae con violencia y ensarta un líquido denso. Polifemus alcanza a chirriar. La mosca alza sus alas verdes y aterciopeladas, y desaparece. El cuarto está casi en penumbra. Una vela se derrite así misma como flagelándose en sus últimos minutos de vida.

 

Si solamente contestaras de nuevo. ¿Por qué desapareces? Recíbeme de nuevo en tu corazón de pantalla líquida.

Polifemus.

 

La niña, ceñidos su incipientes senos dentro de su vestidito azul, posa su oreja en la puerta. El lóbulo muestra una llaga todavía sangrante. Sus ojos se cierran para escuchar y se vuelven a abrir. Las gradas hacia abajo parecen llevar a una fosa enorme sin fin, las de arriba a la torre de tortura de un cuento de hadas. Acordes de una canción de cuna se desploman de pronto sobre los oídos de la niña. Lalalalrilallaaaa, suenan en todos los recodos del edificio.

 

Polifemus se ha quedado acostado sobre su escritorio con las manos sobre las teclas del computador. En su cabeza una protuberancia empieza a crecer minuto a minuto. En la pantalla algunas frases se pueden leer.

 

Hace unos minutos un bicho me clavó su veneno. ¿Podrías tu darme la extremaunción, mi amada vertiente de cables?

Polifemus.

 

Mientras Polifemus cae en el sueño, en el centro de su cabeza un óvalo crece. En unos minutos pasa de ser una protuberancia a un balón de carne roja. Parece como si, en efecto, Polifemus tuviera dos cabezas. El veneno de la mosca ha encontrado tierra fértil y ha conseguido crear un hijo. En el centro mismo de la protuberancia unos pequeños puntos negros se dejan ver.

Afuera, en el frío de las gradas, la niña permanece callada pero con una curiosidad gigante. Se apega con más fuerza a la puerta del departamento. Sus pequeños ojos resaltan ante cada movimiento del viejo edificio.

–Polifemus, déjame entrar –dice. Yo te bañaré cada mañana. Ya verás como el agua tibia sobre tu cuerpo aliviará ese cansancio que te estorba. Niño malo, te diré, cuando hagas a un lado la sopa caliente de tomate, y el pan tostado que habrás dejado otra vez sin terminar. Y tu sueño será tranquilo. Hasta que un día, sobresaltado y sudoroso, emergerás de la noche y lanzarás fuego por tu boca y te lanzarás sobre mí para estrangularme y mi sangre de niña tierna te permitirá vivir por algunos años más.

La niña abre los ojos. Está en el suelo. A su alrededor las sombras parecen moverse. Polifemus empieza a despertar. Siente un dolor punzante en su

cabeza. Camina todavía turbado hacia un espejo gigante enmarcado en pan de oro. Una figura aterradora le espera al otro lado del marco. Si la mirada empieza en el suelo, el doble incrustado en el espejo tiene los mismos pies de siempre. Si continúa subiendo por sus rodillas y sus caderas y su pecho y su cuello, todo se ve como siempre. Pero en la cabeza original algo horripilante ha surgido. Polifemus lanza un grito. Al otro lado de la puerta la niña salta abruptamente del suelo. Un sonido gutural la espanta. Polifemus no puede creer lo que mira. Un enano rojo y desnudo se balancea sobre su cabeza. Lo mira con desconcierto. La mano real, la de Polifemus, sube por el espejo y toca con cierto temor al enano del espejo. La misma acción la repite sobre su cuerpo y descubre desconcertado que en su cabeza original solamente un pequeño promontorio se confunde con sus pelos. Pero en el espejo, no. Allí, satisfecho como un gato después de haber cazado a un pájaro, el enano rojo se burla de Polifemus. La niña trata de abrir la puerta del departamento. Sus pequeños dedos logran ingresar por una rendija que el tiempo ha creado. Tira con fuerza una y otra vez. La pantalla de la computadora se apaga y un punto blanco desaparece lentamente. Polifemus llora desconsolado mientras el enano se contornea sobre su cabeza. Grita y salta como si estuviese alrededor de una fogata. La niña está a punto de abrir la puerta. Su cuerpo empuja. En cada movimiento la puerta cede un poco más. Polifemus cae. A su paso mira de reojo toda su habitación. La pantalla de la computadora parece un agujero en el tiempo: Un niño larguirucho, de pantalones cortos y zapatos desgastados, sube por las gradas nuevas del edificio recién inaugurado. Hay gente en los patios que bebe cerveza y come carne asada. Un hombre gordo y sesentón da la bienvenida. El niño entra en el departamento 3 y mira desde la ventana. La puerta se cierra. La oscuridad cubre la habitación. El mundo se oculta para siempre.

Polifemus, por fin, estrella su cabeza contra el piso. Un sonido de nuez partida rebota sobre el suelo. Un camino de sangre espesa sale por su nariz. El enano, al otro lado del espejo, salta y grita, y se disuelve. Solo el sonido chillón de sus gritos y risas permanece golpeando las paredes. Y solo un eco escucha la niña cuando llega al cuerpo todavía caliente de Polifemus.