Francisco Tobar García


(Quito, 1928 -1996) Poeta, novelista, dramaturgo, Profesor universitario, periodista y diplomático. Estudió en varios países de Europa. Fue director de la editorial de la Casa de la Cultura. En teatro se ha desempeñado como director, actor y productor. Algunas de sus obras más destacadas son Amargo (1951), Segismundo y Zalatiel (195 2), Naufragio (1961), Smara (1964), Canon perpetuo (1969), Dhanu (1978), Ebrio de eternidad (1991) y La luz labrada (1996). Publicó también una novela.



LOS ESPONSALES
 
Fui a pedir la mano de mi novia,
y para esto me puse el traje recién hecho,
de lino crudo,
y la corbata negra como los zapatos;
por vez primera
un vagabundo entrado en años, blanco,
iba a pedir la mano de una mujer de tez oscura.
 
Muy digno estaba el padre,
apenas sonriente, sentado en un rincón de privilegio,
la cachimba de barro entre los dientes,
que daba a las palabras rico aroma;
y la madre, ¡cuán bella, con su blusa de organza!
En verdad, era altivo,
magnífico, aquel hombre que la había engendrado,
y la madre opulenta, mucha cauta ternura,
la mirada mansísima,
después de haber traído muchos hijos al mundo,
siendo mi novia
la más esbelta y delicada
- y todo esto ocurría en el recinto,
donde aún se recogen mensajes de tambor,
cerca de la frontera.
 
Ante el silencio regio, ofrecí mi presente:
seis cabezas de armento, dos caballos de paso,
porque a la gente negra no se puede ofender,
y mi novia bien vale por lo menos un hato;
nueve cabras llevé
y un macho deslumbrante, cuya piel
parecía remedo del follaje.
 
La charla fue animada, mínima la discordia;
mas si les pareciera que yo tenía otra intención,
pues las noticias vuelan, refiriendo
cómo era un hombre, yo mismo, sin tiento,
con una sola habilidad:
la de contar historias, sólo ciertas algunas,
les juré que mi mano, no mi boca,
era la que zurcía los engaños,
y de escribir, medraba.
¡Ah, todos me observaban con crueldad y asombro!
Elena, por su parte, les había contado
que yo era un ser errante, por mil trabajos hecho,
antes de hallar a la mujer exacta en color y estatura.
Y todos sonrieron cuando dije:
“nada en ella es más grato como su piel oscura”.
 
A la risa debían seguir lágrimas,
cuando ella, reverente,
de rodillas estuvo a recibir
la bendición del padre,
pues en la larga crónica de la familia, nunca
hubo alguien que se fuera sin la venia
de los ancestros.
La esposa, todavía de rodillas
ante la madre,
besó las manos tristes, las que humilde la hicieran:
¡ah cuán hermosas, ambas,
ese momento fueron!
Elena estaba
con su vestido de un verde ligero,
y el perfecto color hacía juego
con ese verde lento de las atardecidas
al norte de Esmeraldas.
 
Yo la miraba cierta, con su porte de mujer
en sí misma recogida,
sin vano alarde,
y sus dientes brillaron cuando dijo
“te tomo por esposo”,
jurando ante los miembros de la familia innumerable,
fidelidad estricta a quien le daba el apellido,
aunque siempre sería consciente de su origen,
orgullosa, por ser hija de la noche.
 
Y dijo el padre:
“pues que escogiste al hombre blanco, parte;
se suya buenamente, no la esclava,
ni del recuerdo inútil que hoy desechas,
ni de la vanidad;
¡aléjate al instante
de cualquier abundancia como de la miseria!”
 
Luego, desde rincones que nunca adivinara,
muchedumbre de ancianos, de mujeres erguidas
que encendieron mis ojos, se llegó,
cada cual con un premio, un agrado, un consejo oportuno,
y las piernas jugosas y largas de todas
esas mujeres
invitaron al baile – la marimba
estaba ya a las puertas y la noche
vino quedita.
De pronto, el ruido se mezcló
con el color de la comida:
¡ha qué mañosos fueron los muchachos
en escoger las presas del saíno!
Mas todo sucedía seriamente,
con esa pulcritud, la rara mezcla
de ingenuo regocijo y bella envidia.
“¿Cuyo es el hombre?”, preguntaba
una viejuca ciega,
y todos se reían, señalándome:
“mire, es aquél, un viejo vagabundo
que usa sandalias”.
 
Yo no cabía en mí.
Elena, al cabo estuvo a mi lado, fragante,
como son las mujeres del río de Zapallo
(eso que un blanco torpe llama el olor que punge:
¡tanto olvidara la ley del instinto!)
Nada dijimos;
mas los ojos de entrambos la vida barruntaban.
Los críos, mientras éramos tan quedos y felices,
se disputaban la mejor comida:
sus cuerpos eran puros y el sudor los tallaba;
nunca cesaron de reír
o de quejarse,
pues la noche avanzaba y en la linde
del bosque amanecía, y eran nubes
acariciadas por un sol lejano.
 
Cuando mi esposa y yo emprendimos
el viaje hacia la cumbre aún en sombras,
estaban a la puerta
los ancianos, los niños, las mujeres,
para decir adiós
a la novia que nunca tornaría
y se marchaba con el hombre
de la tez blanca.
Elena murmuró:
“esa fue buena parte de mi vida,
pero el camino me lleva contigo”.
Después, callaste:
el pasado jamás nos pertenece.
  
                                                                                                                                             De La luz labrada (1996)


LAS MONTAÑAS AZULES
 
Aquí he llegado,
a la edad en que el hombre se detiene;
la cumbre entre la niebla es desafío
y debiera rendirme.
¡Cansancio de buscar irrazonablemente tanto
sin saber qué buscamos! Pero he aceptado el tiempo;
los árboles son sombras y las hojas
orecidas resbalan en la estación propicia.
A mi redor hay muerte, pero siento
que en mi espíritu nacen las primeras palabras,
las que nunca dijera porque ansiaba el olvido,
el camino más fácil.
 
Pocas fuerzas me quedan
la víspera del viaje a las montañas
que el azul más oscuro protegiera;
mas si ella está conmigo,
mejor dicho tan dentro, ¿cabe duda?
¡Entrambos hallaremos el sendero
pocas veces hollado pues la pereza nos retiene!
 
Elena dice entonces: “eres
el poeta desnudo que camina
con certeza plena de llegar a ser canto;
no cubrirá tu cuerpo losa alguna.
Tú morirás en mí, como has nacido”.
 
Las montañas azules,
en la profunda oscuridad, me llaman.
Si me soñaste,
y soñaba yo en ti desde la infancia,
lanzo al viento esta dicha inquebrantable:
porque somos mortales, merecemos el triunfo:
mañana serán nuestras la soledad, la altura.
 
 
                                                                                                                                             De La luz labrada (1996)
 
 
 
HOMENAJE A LORD DUNSANY
 
Amada, ven:
dispuesta está la mesa, por el rey presidida.
Los trasgos, inocentes,
merodean incrédulos, y el decorado espléndido
sirve a los fines del huésped extraño.
 
Tal vez, cuanto observamos
pueda ser irreal
- una página vieja por el viento arrancada.
En todo caso, y a la cabecera,
mi Lord sonríe, bondadoso toma
tu mano entre las suyas:
hace el papel del padre que ha ordenado
estos festejos
por ser tú la primera mujer de lejas tierras
que venciera el hechizo.
 
Quién sabe si en la aldea
donde el cura gobierna, lo puedan entender:
¡cómo el monarca
honre a la hija del Continente profanado,
una negra, si bien
ella viste la túnica
de la real nobleza,
de un color que realza su esbeltez de pantera!
Mas, para qué pensar en lo que digan
esas ancianas gordas,
arrepentidas meretrices.
En Elfos, tal el nombre
del país descubierto por Dunsany,
el tiempo debe ser una mentira,
pues no hay noches ni días,
tampoco un calendario donde se hallen marcados
los días de abstinencia
y los propicio
para la cópula.
 
Libre es en Elfos
la vida, y las bestias
corren ajenas
al rigor de las leyes.
 
Amada, ven y siéntate
junto al rey bondadoso que compara tu cuerpo
con la noche apacible
- estrellas son tus ojos
que la humildad enciende -,
mientras llega la música.
 
 
                                                                                                                             De Ebrio de eternidad (1991)