El título del libro dialoga
con el epígrafe bíblico que abre el poemario: “¿Dónde están los dioses que tú
fabricaste? Que se alcen ellos y te salven ahora”, una cita de Jeremías 26: 28.
La invención del cielo no es otra cosa que una precaria solución estacional
que el escritor antepone a la ausencia de asideros metafísicos. La palabra es
guarida: el sitio menos inhóspito donde refugiarse para protegerse de la
incertidumbre existencial.
Desde los paratextos de esta publicación, el crítico Raúl
Serrano Sánchez identifica en la poesía de Robalino el fracaso de una fe que no
opera como tabla de salvación. En el lugar de la fe hay un vacío, por eso sus
versos están poblados de fantasmas. El sujeto “sabiéndose desplazado del cielo prometido
sólo ha dado con la tierra (única prueba) como punto de encuentro y desencuentro
en donde expía sus males, deudas y postergaciones. Esa tierra prometida es el
poema” (Serrano Sánchez, 2008). El yo poético ruega a una deidad indiferente la
chispa de la iluminación poética:
Dame (...)
las aves del deseo que fueron decapitadas
el fuego que avivó nuestras culpas
la crueldad de los ríos que inundaron la infancia
el animal desesperado que atravesó la niebla.
Dame la frase que espero
yo resucitaré el mundo. (“Las aves del deseo”)
Robalino es doctor en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de
México y en Literatura por la Facultad de Comunicación, Lingüística y
Literatura de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, donde se
desempeña como docente. Publicó Posta poética (1984), Póngase de una
vez en desacuerdo (1990), Sobre la hierba el día (2001) y Cuando
el cuerpo se desprende del alba (2008). En el ámbito de la crítica literaria
escribió Memoria y reconstrucción del héroe liberal en la narrativa
sabatiana y La autoconciencia del exilio en la poesía de Alejandra Pizarnik. Hay ecos de Pizarnik en la poesía del autor
ecuatoriano, también plena de desdoblamientos pronominales, demostrativos que
develan panoramas de melancolía y angustia interior con una brevedad casi
conceptista como se vislumbra, por ejemplo, en los siguientes pasajes:
El poema opera como una promesa de salvación que se
esfuma apenas nacido. Por eso en el cuarto poemario de Robalino el acto de
escribir es un acto tantálico, un exemplum de tentación sin satisfacción donde
se replica metafóricamente la amenaza que sufre el mítico Tántalo condenado en
el Tártaro mientras una roca oscilante está a punto de aplastarlo. Robalino
explica la carencia intrínseca al poema desde el prólogo: “Nos apropiamos por
instantes de aquella musicalidad interior que un texto poético descubre, porque
un poema va más allá de lo dicho para convertirse en un eterno querer decir.
Precisamente, en ese futuro del querer decir se juega la vida el poeta, como
sujeto de ese deseo creador, pues está como Tántalo en espera de la llegada de
las palabras para verlas partir, desaparecer de sus labios. Sólo de esa sed del
querer decir brota el poema. El claroscuro acompaña al acto creador como un
destino, una predestinación. De este espacio teñido de incertidumbre emerge el
poema en toda su plenitud” (Robalino, 2008). De esta manera se entabla una
tensión semántico-espiritual entre el querer decir y lo dicho, donde la ausencia
de Dios será la única certeza:
Qué solos los árboles sin ramas
qué solas las ramas sin hojas
qué solos los pájaros sin árboles y sin ramas
qué solo el cielo sin hojas.
Qué solo Dios
sin ángeles sin árbolas y sin hojas. (“La soledad de
Dios”)
De qué secreto dolor
está hecha la noche.
Con qué intenso silencio
cubre sus huesos el miedo.
Dónde oculta su temeridad
el áspero rostro del tiempo.
Cuánta ira
esboza Dios a la distancia. (“El rostro del tiempo”)
Al igual que el poema, también el amor será retratado como un vano
intento de eternizar el instante, afectado por el mismo mal tantálico.
Para Serrano Sánchez este libro derrocha
antimisticismo y transmite una concepción de la poesía como antisermón donde la
posibilidad de inventar el cielo no ha dejado de ser “un recurso que tenemos
para confirmar que ese lugar tramado por los antiguos y los modernos no es otro
que el reconocimiento de un infierno que Sartre le adjudicaba a los otros, pero
que sin duda solo es la revelación de un espejo en el que cabemos todos”. Atravesado
por el desasosiego y la melancolía, La
invención del cielo nos confirma que el Paraíso existe. Solo hay que
proponérselo, con bolígrafo en mano.