Antología‎ > ‎

Lucía Estrada


Lucía Estrada
(Medellín, Colombia, 1980), ha publicado los libros de poesía Fuegos Nocturnos (1997); Noche Líquida (2000), Maiastra (2004), Las Hijas del Espino (2006//2008), El Ojo de Circe (Antología, 2006), El Círculo de la Memoria (Selección de poemas, 2008), La Noche en el Espejo (2010); Cenizas de Pasolini (2012) y Cuaderno del Ángel (2012). Con su libro Las Hijas del Espino obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Medellín (2005). Textos suyos han aparecido también en varias antologías y publicaciones del país y del exterior. Durante cinco años fue parte de la organización del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Con su libro Cuaderno del Ángel obtuvo la Beca de Creación en Poesía, otorgada por el Municipio de Medellín en 2008, y en 2009 fue nominada por la UNESCO al Premio Internacional de Poesía “Ponts de Strugas” de Macedonia. Ese mismo año (2009) obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá con su libro La Noche en el Espejo.

  

 

Selección de Emilio Coco

 

 

 

Alma Malher

 

Yo también lo prefiero.

Es más bella la mano

al pulsar una cuerda invisible.

 

Cuando duermes,

reaparecen las tres mil sombras de tus dedos

tejiendo filigranas

en el oscuro cuello del dragón.

 

Te miro inquieta

sin atreverme a respirar.

 

Es la hora más alta

del doble vuelo nocturno.

 

Escribo en la seda de tus párpados

mi temor de perderle,

de que huya como un gato por los techos,

de que salte y reviente la cuerda

de todas las campanas del mundo,

de que se despeñe con el sonido metálico

de un arcángel

en el centro mismo de la orquesta.

 

Yo también lo prefiero

cóncavo y oscuro.

 

La clave blanca y negra

de todo cuanto existe

se advierte

en su sinfonía de agujas.

 

 

 

 

Clara Westhoff

 

para María Clemencia Sánchez

 

Qué cercanas y distintas

las hojas de un mismo árbol.

 

Crecen silenciosas

en la contemplación de sí,

de sus bordes,

en el trabajo minucioso del insecto

que las hiere.

 

Apenas unidas por un hilo de savia

a la corteza del mundo,

a su naturaleza vegetal.

 

El viento las obliga a inclinarse

sobre su propia sombra

y en el misterio único

de ser Sauce o Avellano,

se adhieren, se compenetran

sin perturbarse.

Así, recibirán a un tiempo

su gota de lluvia,

el beso ígneo del verano.

 

Caerán también bajo la misma luz,

rodearán como sílabas diversas

de un mismo alfabeto

la profundidad de las raíces,

la grieta oscura del tronco

que las vio levantarse

y permanecer.

 

 

 

 

Sylvia Plath

 

Todo lo ha devorado el invierno

y el jardín de rojos tulipanes en el que ocupé mis manos

ha iniciado su descenso definitivo.

 

La casa es un viejo sarcófago de vigilias

y pergaminos desechos.

En ella duermen las ruinas de mi corazón.

 

A través de la bruma

sólo puedo distinguir el rencoroso brillo

de las abejas.

 

No hay perfección.

 

Mi cuerpo es un camino cerrado, reflejo de una luz marchita.

Nunca se bastó a sí mismo. Nunca.

 

Detrás de los muros, por entre las grietas,

vuelve a mí el eco de la fiebre

palabras que revientan bajo la escarcha

como pequeños ríos de mercurio.

 

El invierno ha perdido mis pasos en la nieve.

Sangra en el aire

su condena.

 

 

 

 

Será nuestra la vida en el temblor de una palabra,

la que se aferró a la piedra como si se tratara de un cuerpo infinito,

la que avanzó en su noche contra todos los pronósticos sin volver la mirada,

sin sentir compasión por lo que dejaba atrás. Ella,

la que arrojó el corazón a una jauría de perros hambrientos,

la que cruzó el cerco de sus propios límites con la cabeza en alto,

la que ahora espera –sin tiempo–  a que alguien diga su nombre

cuando todas las bocas han sido sepultadas.

 

 

 

 

El silencio me toma del brazo

y como al niño ciego me conduce.

 

Algo en mí percibe su brillo de abeja misteriosa,

su enorme cuerpo invisible en el que palpitan

la sangre de antiguos dioses, los árboles de la infancia,

el mar de lo desconocido.

 

Queda su temblor en el aire.

Puedo tocarlo,

palpar sus formas, escuchar el sonido que produce

al entrar en el cuerpo vivo de una palabra,

la oscura vibración del silencio

               cuando mi corazón

pulsa sus cuerdas.

 

 

 

 

Tanto caminar en el mismo laberinto

y todavía no se reconoce la piedra

en la que tropezamos una y otra vez.

 

El olvido llueve sobre los ojos,

y simulamos dar un paso adelante.

 

Alguien sostiene con su sombra

el peso de lo que un día, una noche, volverá a repetirse.

No hay una máscara para el miedo,

tampoco para la muerte.

Todos los muros que nos rodean

están siendo escritos por el paso de las horas,

por nuestras largas vigilias, por el secreto deseo de la sangre,

por la insistencia del amor y el fracaso,

por la oscura ceniza que una vez fue nuestra casa

y nos obliga a permanecer.

 

Pregunto entonces con la boca de los muertos:

¿qué de ti quedó entre las rosas?

 

 

 

 

Y si esta piedra fuese nuestro pan

          y esta palabra sombra

                 la única luz que nos asiste al terminar el día

 

y si la luz fuese la prueba de nuestro abandono

                  y si el abandono fuera nuestra más firme certeza

 

y si la certeza fuésemos nosotros mismos

                 en manos de la muerte

 

y si la muerte se abriera como el exilio de un cuerpo

                que se resiste a la nada

 

y si la nada fuese nuestra mesa

                y la copa en que bebemos un vino amargo y lejano

 

y si la lejanía se agolpara de pronto

               en la terrible inocencia de permanecer

con los ojos abiertos

 

y si los ojos fuesen las puertas de nuestra derrota

 

y si la derrota trazara el mapa del destino

como el pájaro enfermo la grieta

               de su soledad en el aire

 

y si el destino cayera sobre nuestra página en blanco

y barriera las hojas de lo que un día

fue nuestro árbol primero

 

y si el árbol se inclinara sobre las ruinas del amor

y las cubriera de musgo y hundiera en ellas sus raíces

 

y si las raíces fueran el cielo y el vacío de unas manos

que nunca han de aferrarse a cosa alguna

y sin embargo escriben en la piedra

y siguen el curso de su noche cerrada

 

y si la noche no fuese otra cosa que la noche

              

intemperie

 

verticalidad de un hombre solo

en su caída.