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José Emilio Pacheco | Marco A. Campos

Diálogo del lector y el crítico:

La narrativa de Pacheco

 

Por Marco Antonio Campos


 

El lector: Aunque José Emilio Pacheco ha abarcado de hecho todos los géneros literarios, me gustaría que nos abocásemos al de la narrativa.

El crítico: Qué bueno. Me parece que él ha labrado una hermosa pulsera de cuentos y dos novelas breves perfectas. (Morirás lejos, Las batallas en el desierto).

   Por demás creo que el epígrafe central de Henry James en El viento distante (1963) podría servir para presentar su obra: “I have the imagination of disaster ―and see life as ferocius and sinister”. Desastre, feroz, siniestro: son palabras que se nos vienen a menudo a los ojos y a la mente al leer las desconsoladoras ficciones de José Emilio Pacheco. Trátese de lo que sea: creaciones realistas, fantásticas, históricas o periodísticas, el mundo está visto desde el fondo de un pozo cegado. Como si Espejo Humeante estuviera condenado siempre a vencer a Quetzalcóatl para que la noche se haga sobre los hombres.

El lector: ¿Es el verdadero fondo, ése, de su obra?

El crítico: Es una pregunta con intención oblicua. Como solución última puede serlo; en cuanto a sus personajes, creo que hay tres regalos crueles que la vida les proporciona: pequeñas y grandes humillaciones, vivir en permanente incomunicación y poseer manojos de sueños que no se concretizan porque no podían de ningún modo concretizarse. Es la ley del fuerte que aplasta al débil pero que tarde o temprano será también aplastado. Luego de recibir el golpe en la mejilla, no se tiene tiempo ni de poner la otra ni de devolver el golpe. Se está así, sin amparo ni defensa, o como refería Heidegger, arrojado en la tierra.

El lector: La crítica ha apuntado la curiosidad innumerable de Pacheco.

El crítico: Su curiosidad apenas conoce límites. Aun en su narrativa ha ensayado diversos géneros: el fantástico (en varios cuentos de El principio del placer, en la geometría múltiple de Morirás lejos, en el final de Las batallas en el desierto); la fábula (“Parque de diversiones”); la parodia del cuento rural con tema religioso (“Virgen de los veranos”), que prolonga a “Anacleto Morones”, de Juan Rulfo, y a “Una vieja moralidad”, de Carlos Fuentes: el cuento con tema de la Revolución Mexicana (“La luna decapitada”); la ciencia ficción política (“Civilización y barbarie”); el cuento policiaco (“La fiesta brava”); el de horror, que sigue las direcciones que señalaron ―dividieron― los narradores góticos y Edgar Allan Poe. (“Algo en la oscuridad”).

El lector: ¿Y por qué esta búsqueda múltiple?

El crítico: Para probarse. Una vez le pregunté a Arreola por qué trabajaba tantos géneros; por afán de conocimiento, repuso. Debió haber añadido: y por afán de reconocimiento. Conocernos nosotros mismos y reconocer nuestros límites. Hasta dónde podemos hacer bien las cosas. Sólo que Arreola se circunscribió ―como Julio Torri y Augusto Monterroso― a lo breve: fábula, cuento, poema, aforismo, ensayo corto… Aun La feria es ―me valgo de su propia y preciosa definición― una exposición de bocetos. Una admirable exposición de bocetos que nos dibujan una historia con figuras y formas de un pueblo: Zapotlán de Arreola.

El lector: Borges dijo que le enorgullecía más lo que había leído que lo que escribió. La amplitud de lecturas de Pacheco tocan los espacios de varias literaturas. ¿Cómo, entre tantas lecturas, hablar de influencias concretas?

El crítico: No deja usted de tener razón: literatura y Pacheco, en buen sentido, son sinónimos. Por demás las influencias son engañosas; hay tantas maneras de influir: en la atmósfera, en el estilo, en una frase que se abre numerosamente, en el alma de un personaje… Sin embargo, me atrevería a destacar en sus cuentos las variaciones de ambiente de Henry James, la fábula política de Orwell, las imaginaciones únicas de Borges y Cortázar, adaptaciones de color mexicano que hacía muy bien el primer Fuentes, el detalle compulsivamente comprobado (especialmente en Las batallas en el desierto) que volvía oro Gustave Flaubert.

   Lejos de ese énfasis nacionalista de gente menor que de tan mexicano era pueblerino y que penosamente pobló nuestro ambiente cultural en los decenios treinta, cuarenta y cincuenta (por suerte la generación a la que pertenezco no la padeció tanto), Pacheco ha aplicado la recomendación goethiana ―la cual siguió y recomendó también Alfonso Reyes― de no vivir en los años sino en los siglos. Ulises nació para reconocer los mares y no para navegar alrededor de Itaca.

El lector: Sólo quisiera hacer dos observaciones menores o laterales sobre dos espléndidos cuentos: “Parque de diversiones” y “La luna decapitada”…

El crítico: Sí, ya sé hacia dónde va. Seguramente quiere recordarnos que Arreola le dictó Bestiario a JEP. En esta fábula en ocho imágenes hay frases de corte arreoliano. Acaso el texto ―no podría asegurarlo y tendría apenas importancia― haya nacido de esta experiencia o haya dejado alguna huella. Por demás el resultado es otro y los separa una diferencia honda: en el de Pacheco hay una visión y aun una conciencia históricas. En ese sentido está más cerca de Orwell que de Arreola. Agreguemos aun que Pacheco mismo juega a criticarse o a jugar en sus propios textos. En “La fiesta brava”, al hablar de cuentos con tema prehispánico (“Chac-Mool”, “La noche bocarriba”) explica el aparente fondo; en Morirás lejos hay las páginas hamletianas del teatro dentro del teatro para justificar la difícil solución de un libreto de un sefardí perseguido.

   En cuanto a “La luna decapitada” no es desde luego el último cuento de la Revolución Mexicana. Uno de los últimos. Si no yerro ―quizá haya más― lo es “Los pálpitos del coronel”, de Eraclio Zepeda, parodia de la lucha revolucionaria. Al realismo descarnado de Azuela, de Guzmán o Rulfo, donde la despiadada valentía conduce a acciones sangrientas, el coronel del cuento parece un valentón de cantina que desde antes de los primeros disparos ya siente los pálpitos físicos del miedo.

El lector: ¿Y cuáles son los textos narrativos de Pacheco que prefiere?

El crítico: En un principio las narraciones sobre niños y adolescentes. Por dos motivos: uno, que veo a un autor más humano y próximo, y otro, porque refleja con lealtad una niñez y una adolescencia de aquellos que vivieron esas épocas de la vida en los decenios de los ’40, ’50 y mediados de los ’60, y que el crecimiento demográfico y las espantosas transformaciones de la ciudad han cambiado. Recobra un mundo que fue nuestro, que tristemente fue nuestro, y que no se dará de nuevo, afortunada o tristemente. Pero la pieza más firme es Morirás lejos: cómo, en tan pocas páginas, puede asumir y resumir una visión de la historia de modo admirable. Es una pieza hecha con el material de la roca y su forma geométrica es el círculo: durará y se repetirá infinitamente.

El lector: Usted ha escrito antes que lo más apreciable de Pacheco en su narrativa es Las batallas en el desierto.

El crítico: Es difícil explicarme. Las dos son novelas breves perfectas, pero creo advertir ahora en Morirás lejos una ambición de totalidad que Pacheco resolvió muy bien. En ella se resume históricamente todo genocidio que acaezca en cualquier tiempo o espacio. Es un libro caleidoscopio con infinitas imágenes.

   Pese a haber sido publicado en 1981, después de las dos versiones de Morirás lejos, Las batallas en el desierto parece más bien una prolongación, o una culminación si se quiere, de su primer libro de cuentos. En él hallo ahora dos historias: un amor imposible del niño por una mujer madura de 28 años y el ambiente de nuestra ciudad en los finales de la década de los ’40. Si no le molesta, me puedo corregir de inmediato, y decir que ésta sirve de acorde y fondo de aquélla. Sea lo que fuere, lo que más me interesa es el dibujo artístico de Pacheco del mundo de los niños de entonces, del in-mundo político, del mundito de nuestra clase media, del mundo en pequeño de la colonia Roma, de usos y costumbres que seguía habiendo y que comenzaba a haber, de canciones y gritos de moda. No hay nostalgia ¿cómo iba a haberla? El pasado es tan falto de misericordia, de dulzura, de tolerancia como el presente. Ningún tiempo pasado fue mejor.

   Narrada con exceso de detalle, el detalle se goza en Las batallas al volverse parte viva de la narración por la precisión y el ritmo dados. Me interesa y admiro el trazo de caracteres donde todo personaje está pensado para ser desecho. Nadie se salva en el sálvese el que pueda: ni padres, ni hermanos, ni amigos, ni políticos, ni comerciantes, ni el sacerdote, ni el psicólogo imbécil, ni siquiera ―analizándola en un segundo plano― la mujer de la que el niño se enamora.

El lector: Pero ¿por qué el título?

El crítico: Pacheco suele combinar en sus ficciones lo real y lo fantástico. Después del sueño y del entresueño su literatura se hunde irremediablemente en la pesadilla. Figuras y formas que se vuelven fantasmas. Imagen y metáfora Las batallas en el desierto, según leemos, es el espacio de una escuela (“un patio de tierra colorada, polvo de tezontle o ladrillo, sin árboles ni plantas, sólo una caja de cemento al fondo”), pero también es la lucha de niños árabes y judíos (era la hora de la creación del estado de Israel), y también, por extensión, cada penosa lucha en el centro de una vida y de la vida del mundo.

El lector: En suma, la niñez y la adolescencia son una obsesión en Pacheco. Pero ¿cuál es la causa?

El crítico: ¿Recuerda “El disco” de Borges? La niñez y la adolescencia, para Pacheco, son su disco. ¿Qué otra cosa nos explica como hombres sino ellas, tengan menos o más forma el infierno o el cielo en nuestra vida? Quizá para Pacheco sean una explicación o una aclaración personales, más que el recuerdo de un imposible jardín edénico. Su literatura parece enseñarnos que un demonio de la guardia nos vigila para que se cumpla en la tierra nuestra desdicha. Porque somos culpables. Porque hemos perdido el reino. Una sombra tras otra en nuestra vida hasta hacer una junta de sombras.

El lector: Otra obsesión de Pacheco es la ciudad de México.

El crítico: Pero no desde sus inicios literarios. Por ejemplo, en El vientos distante, pese a reconocer espacios de nuestra ciudad (Parque Hundido, Chapultepec) no existen nombres propios. En El principio del placer los hay, pero como marco mínimo; sólo en Las batallas en el desierto vemos un haz de imágenes de la colonia Roma, antes de que la criminalidad de los políticos corruptos y de fraccionarios intolerablemente ávidos la transformaran de la ciudad de los palacios en la atarjea que deja caer el agua de las pesadillas. No es el amplio mural que pintó Fuentes en La región más transparente; es un fresco en una pared, pero lleno de detalles, elocuente, vívido, La otra ciudad mexicana que aparece en sus ficciones es Veracruz.

El lector: ¿Le parece que las narraciones de Pacheco son políticas?

El crítico: La política entra en sus cuentos en un plano incidental o de detalle. Más que la política hallo la historia. En la narrativa de Pacheco hay una conciencia de la historia que es a su vez una visión: la encarnación de la imaginación del desastre. El modelo más claro es Morirás lejos. De una revisión crítica de la historia se pasa a una crítica de la historia. Al buen salvaje le opondría ―le impondría― el lobo sediento del hombre. El jardín del paraíso en la tierra sólo ha existido en los sueños geométricos de Lebnitz, en la inocencia inventiva de Cándido, en páginas de las utopías. La opinión final del doctor Paglos ―alter ego de Voltaire― de cultivar nuestro jardín, parece irónica, cuando han ocurrido en el mundo las matanzas y los calculados genocidios de Auschwitz y Dresde, de Hiroshima y Nagasaki, del Bogotazo y Tlatelolco, de Sabra y Chaatila, de la realidad del Gulag y la guerra sucia de los militares chilenos y argentinos, del terrorismo internacional con víctimas inocentes y la guerrilla del Sendero Luminoso. La ley de la selva es la verdadera lectura de las Constituciones de los Estados. El Derecho escrito es la apariencia para la legitimación de la barbarie organizada desde Roma hasta nuestros días.

   Como novela histórica, Morirás lejos es una rareza en nuestra narrativa. Terra Nostra y Noticias del imperio lo son, y espléndidamente. La diferencia es de interpretación: éstas son profundizaciones en nuestro pasado; aquélla es, partiendo de tres tiempos donde el pueblo judío ha sido parcialmente aniquilado (Jerusalén, 72 d.c., España, 1492, Segunda Guerra Mundial, 1939-1945), una síntesis simbólica de todos los genocidios.

   Hans Magnus Enzensberger, en su excepcional ensayo “Fray Bartolomé de las Casas, una retrospectiva al futuro”, al interpretar la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), hacía ver cómo el genocidio de los colonizadores españoles contra los antiguos mexicanos era un modelo tipo de todos los genocidios que cometen y cometerán los imperios en su ambición aciaga de poder, sean de la ideología que fueren, y hayan ocurrido antes, u ocurran ahora o después. Asombrosamente por el tiempo que publica su ensayo (1967), Pacheco novelaba la misma idea: el genocidio es inherente a los imperios o a las pretensiones imperiales. De ese modo la destrucción de Jerusalén y la expulsión y persecución de judíos por Tito Vespasiano, la expulsión de los judíos sefardíes de España por decreto de los Reyes Católicos y la destrucción del ghetto judío en Varsovia pudieran reconocerse, como repetición alucinante, en las matanzas en campos y aldeas vietnamitas que denunciaba Enzensberger: “porque el odio es igual, el desprecio es el mismo, la ambición es idéntica, el sueño de conquista plenaria sigue invariable”. Pero Pacheco, a diferencia de Enzensberger, comprende que el esfuerzo de escribir “una serie de palabritas propias y ajenas alineadas en el papel” es “tan lamentable como la voluntad de una hormiga que pretendiera frenar a una división Panzer en su avance sobre el Templo de Jerusalén, sobre Toledo, sobre la calle Zamenhof, sobre Da Nang, Quang Ngai y otros extraños nombres de este mundo”.

El lector: Pero Morirás lejos tiene también otras lecturas.

El crítico: Desde luego, y otros, más pacientes, sabrán verla y analizarla como una novela política, psicológica, existencialista, de horror, realista, literaria, como crónica múltiple. A mí me interesa en su nudo histórico. Para jugar borgeanamente, la torre de Babel supone o presume todas las lenguas: Morirás lejos supone o presume todos los hombres y todos los pueblos perseguidores y perseguidos, perseguidores-perseguidos, víctimas y verdugos, víctimas-verdugos. Eme, como uno y todos y nadie, los representa de forma individual, y Roma y España y Alemania (como victimarios) y el pueblo judío (como perseguido) lo representan colectivamente.

   Todos los juegos y las técnicas literarias que hay en el libro y que llevan hacia conjeturas, hipótesis y réplicas, no borran el mensaje prístino: una historia siniestra en la que el hombre es a la vez asesino y chacal. Al último se dice que el libro quiere ―quiso― ser “un pobre intento de contribuir a que el gran crimen nunca se repita”. Dar una gota de agua al sediento, un grano de arena para levantar el castillo. Pero aun en esa esperanza, intuyo, no cree Pacheco. Sabe que es tan lamentable como la voluntad de una hormiga que pretendiera frenar a una división Panzer.

El lector: ¿Quisiera concluir con algo?

El crítico: Sí, con una virtud clara de Pacheco: lo animado y ameno de su narrativa. Tome usted una tarde uno de sus libros y esa tarde lo terminará, si bien, ninguno leerá más de corrido que Las batallas en el desierto. Recién publicada esta novela le vaticiné una suerte similar a la de Aura; no creo haberme equivocado mucho; lo que no esperé ni imaginé es que un buen número de sus deslumbrados o maravillados lectores fueran jóvenes extranjeros que se reconocen y emocionan con una historia donde, en apariencia, edad, país, años en que sucede y usos y costumbres, parecen de principio tan distantes y ajenos.