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Juan Manuel Roca | Marco A. Campos

Juan Manuel Roca:

La poesía en cuadros imaginativos

 

Por Marco Antonio Campos


   

  Fiel adepto de la poesía de José Asunción Silva (1865-1896), Luis Vidales (1904-1990), Aurelio Arturo (1906-1974), Fernando Charry Lara (1920-2004), Carlos Obregón (1929-1965), Héctor Rojas Herazo (1929-2002) y Giovanni Quessep (1939), la lírica de Juan Manuel Roca, irrepetible y única, no se parece a ninguna obra colombiana anterior, o más bien, no se parece a nadie.

   Desde su libro (Luna de ciegos)[1] se notaba en la poesía de Roca una levedad y una suavidad rítmica, un trazo de imágenes delicado y diáfano, pero donde los contenidos escondían una zona sombría: se entraba ya a una región de oscuridad, de noche, de sombra, de apariencias, de sueño, de locura, de dobles, de desdoblamientos, de disfraces y máscaras tomados de los siglos... Si habría otro oficio al que Roca le hubiera gustado consagrarse es el de pintor y el otro arte que ha dejado profundas marcas en su poesía es la pintura. En alguna dirección su obra poética es una suerte de galería donde las imágenes de los cuadros están en movimiento. En esa galería hallamos numerosos cuadros vivamente imaginativos donde las figuras nos cuentan las historias. Es difícil hallar en la actual poesía de lengua española un poeta con tantos poemas que a la vista parecen revelados por la gracia.

    En otra vía su obra puede verse como la escritura de sueños o volverse el sueño de la escritura. Entre las imágenes que el insomne crea y las que crea sin saberlo el que sueña, Roca está más cerca del último. En ese escenario de apariencias y sueños en el gran teatro del mundo, Roca podría reconocerse en personajes creados por él mismo como “el fabricante de espejos”[2], o nombrarse “Ciudadano de la noche” o “Nadie”, u ocasionalmente “Johannes el nocturno”, o trazarse como un ángel contrahecho y sin rostro. Pero debe tenerse cuidado con los puntos de vista: en numerosos poemas es difícil distinguir entre el yo y el él, los nosotros y los otros, y aun hay libros, como Monólogos o Testamentos, donde el otro o los otros se imponen con amplitud a la primera persona.

   Nacido en 1946 en Medellín, Colombia, Roca se ha sentido desde siempre profundamente atraído por la oscuridad. En un ensayo, “Borges y la noche”, muestra lo hondamente que el argentino lo ha imanado: está no sólo como personaje en sus poemas, sino ha dejado su sello en lenguaje y temas, sobre todo en su prosa, y de forma más marcada en cuentos como “El diálogo de las antípodas”, que es la manera contrastada de ver el mundo de dos detallados pero mediocres estudiosos: uno, apegado al misticismo, otro en su condición de satanista; al final los extremos acaban tocándose. Pero a la verdad, en el ensayo nos interesa más en momentos cómo Roca ve la noche a través de Borges que por lo que analiza de la visión nocturna del autor de Ficciones. Por ejemplo, estas líneas hablan ciertamente mucho más del propio Roca: “Esa pasión por el desdibujo que tiene la noche, pintora de una gran gestualidad que ama el tachismo, borra en su tablero lo que el día escribe con tinta que el hombre supone indeleble”. Como en Borges, en Roca una buena parte de sus imágenes y metáforas vienen de la noche o de lo que se relaciona con ella. “En la noche –escribe Roca- la ciudad y los personajes se enfantasman más. Nadie y Ninguno la recorren como poseedores de su Reino”. El señor Nadie recorre la ciudad en noches que le pertenecen. ¿Quién no recuerda de Roca versos de golondrina en vuelo como: “La noche me trae cartas de azules lejanías”, o estos renglones, que parecen tener ecos lejanos y encontrados con Georg Trakl: “Una mujer, desde lo alto de la escalera, grita en la noche: su grito baja dando tumbos sonoros, de escalón en escalón”?

   Si hay un personaje que se encuentra en la obra de Roca es Nadie. ¿Nadie o nadie? A fin de cuenta, Ulises, “fértil en recursos”, en el canto IX de la Odisea se nombra Nadie para embaucar al cíclope, lo cual es una astucia para desaparecer; por otros recorridos Roca, en sus juegos de hipótesis, desaparece él mismo o hace desaparecer el mundo: Nadie se convierte en Juan Manuel Roca o Nadie se convierte en todos los que en su total inmovilidad –en una imagen que parecería tomada de los eleatas- no tienen linaje ni descendencia, ni pertenecen a oriente ni a occidente. Nadie habita en la tierra de nadie. Es pariente de Ninguno, lejano de Alguien, pariente de fantasmas, portaestandarte “de las batallas de la nada”. Nadie es aquél que escribe o pinta todo lo que no es creyendo que es. Está en la negación de su yo, en la sombra de su sombra, en el vacío del sueño.

   Una de las obsesiones mayores de Roca es el tiempo picapedrero que todo destruye, mengua o borra. “Un solo momento aquí”, decían los poetas mexicanos antiguos. Lo que creemos poseer en esta tierra es una fugaz luz que se pierde o se desvanece en la bruma azul. La vida es como esos trenes, que a él tanto le fascinan, que se difuminan como pañuelos grises en la lejanía o dejan de verse bajo los túneles. O esos dibujos líricos que él traza delgada y delicadamente en el papel y que un soplo se los lleva. Pero también hay en su obra una diversidad de tiempos imaginarios que puede construir en la mente o hacérselos construir a otros[3].

   Roca se siente extrañamente atraído por aquellos que sufren severas carencias o mutilaciones físicas: mudos, mancos, sordos, y sobre todo, ciegos. Es extraño o paradójico que un poeta como él, con una visualidad milimétrica, sienta un hechizo oscuro por los que no ven. No es casual su cercanía con personajes o personas adolecidas de esta carencia: la mujer bíblica, el literario Tiresias, Helen Keller[4], y desde luego, Jorge Luis Borges. Con magnífica percepción Eduardo Lizalde ha repetido que las imágenes en poemas y narraciones de Borges, desde cuando perdió la vista, se volvieron más vívidamente visuales: los fulgores del tigre, los complejos caminos del laberinto, el espejo admonitorio y cruel, el lomo de un libro, cosas simples como una moneda o un puñal, las calles de principios del siglo XX de Buenos Aires... Lo que el ciego ya no podía ver, pero recordaba, era lo que percibía más intensamente. Entonces ¿por qué esa atracción de Roca, si ve tan bien?

  Si no son demasiados sus poemas de amor, cuando Roca los escribe hay en ellos más el juego y el vuelo, el goce y la celebración, que la tristeza, el dolor y los daños del destiempo de la ausencia. El encuentro de las bocas, el entrelazamiento de los cuerpos, las manos contrarias que acaban tomándose. Quizá uno de los mejores ejemplos sea la encantadora “Parábola de las manos”, en que luego de las batallas que tienen entre sí las manos del poeta durante el día, finaliza: “Pero llega la noche. Llega/ la noche, cuando cansadas de herirse,/ hacen tregua en su guerra/ porque buscan tu cuerpo”. Esta, y no la otra guerra, es la que vale pelear contra todo. Pero Roca conoce asimismo al violento adversario: “Quien sienta los pasos del amor, que aliste su camilla para heridos”. Para él la mujer es como el agua: se bebe hasta la última gota, hiere, alivia, remedia, se aleja…

  En mucha de la poesía de Roca se vinculan las experiencias de la vida con las experiencias artísticas sobre poetas, escritores, pintores… Entre muchos poetas y escritores que aparecen en su obra, de quienes tal vez recibió en su momento el flechazo exacto, sean Rimbaud, Trakl, Pessoa, Kafka, Borges, Rulfo, y pintores como Goya, ante todo el de las atroces pesadillas de la obra negra, Degas, de quien admira sus mujeres desnudas y sus prodigiosas bailarinas, Van Gogh, con sus imágenes del periodo final que son de un esplendor dramático[5], Gaughin, en cuadros donde brilla la sensualidad de la desnudez de las jóvenes de las islas remotas del Océano Pacífico, Chagall, cuyo violín, cuando lo toca su prodigioso pincel, pone a volar todo: judíos, chozas, caballos, vacas, novias, tejados rojos, “las manos de cera del rabino, la luz parpadeante de la sinagoga”[6] … Por la pluma de Roca pintores y escritores pasan de personas a personajes.[7] Apenas cabe hablar también de su afinidad con aquellos solitarios personajes autolesivos de la literatura, como Wakefield, Bartleby y Gregorio Samsa, incapaces de saber vivir o entenderse con una sociedad que se cansa pronto de querer entenderlos (en el caso de que quiera hacerlo), ésos con vocación por la desdicha desde su primer entonces cuando tuvieron conciencia de estar condenados a una vida que menos que un valle es una montaña de lágrimas.

   Pero Roca, además de la bien o mal llamada alta cultura, ha hecho entrar en su poesía el ámbito de los bajos fondos y de la música popular. De lo primero, el territorio de los trasnochadores en la calle, el salón de baile, el cabaret y el burdel; en el otro, el blues, el rock, el corrido revolucionario, el bolero, la canción ranchera, el danzón, y de su natal Colombia, el vallenato, escrito ante todo por Rafael Escalona, y el porro, cantado ante todo por “el gran juglar” Pablo Florez, no excluyendo una línea, no necesariamente recta, que va “de Benny Moré a Roberto Goyeneche, de Luis Arcaraz a Cachao, de Lucho Bermúdez al gitano Morente, de la Tariácuri a Kiko Veneno”.

   En decenas de libros de poesía colombiana de los últimos lustros, hay poemas sobre la guerra cainita, y salvo excepciones, es notable el hartazgo y aun la repugnancia por la violencia: no hay ninguna simpatía por el ejército, ni por la guerrilla, ni menos, claro, por los funestos grupos paramilitares. Las facciones, para decirlo con nuestro Ramón López Velarde, se han “disputado la supremacía de la crueldad”. A la verdad la supuesta guerrilla, representada ante todo por las FARC, perdió hace mucho su sentido, que sin duda alguna vez lo tuvo, de hacer un país más igualitario, justo y libre, ante todo para aquellos que llamó a Franz Fanon los condenados de la tierra. Nada más opuesto entre palabras y hechos: por un lado, un discurso anacrónico, en el que las FARC emplean aun una retórica idílica marxista de los años sesenta; por el reverso, un implacable grupo delictivo, organizado –como esos paramilitares defensores de la oligarquía política y económica- para llegar inclusive a acciones de crueldad extrema: asesinatos en masa, la práctica de aldea arrasada, la connivencia con el narcotráfico, la rutina del secuestro… “En mi país, Necrópolis y Museo se confunden”, escribe en un ácido poema reciente que no dejamos de leer con alguna tribulación (“Museo del país de Catatonia”), o no menos dolorosamente, parafraseando a Lewis Carroll, Colombia le parece un país donde el hoy no ha existido nunca. Un país donde los cuervos peroran de paz y de futuro disfrazándose de palomas en la plaza pública.

  Tal vez sin proponérselo, Roca fue un notable poeta político, pero sus poemas son una crónica más de la decepción acre. Es donde se ve la parte más desgarradamente verista de su obra. La sangrienta guerra ha convertido al país, lo diría en dos metáforas, en un “amplio presidio” y en un “inmenso hospicio”. En Roca, lo que empezó como una iconoclastia de puño de fuego contra los iconos del poder para entrar a las “espléndidas ciudades”, evoluciona lenta y desoladamente a un descreimiento documentado. En un poema en prosa de 1987 (“Panfletos”), que es una autocrítica rabiosa y despreciativa, Roca se distanció, muy probablemente para siempre, de esa izquierda semiprimitiva y a la vez de su sueño de derribar las estatuas y construir el país habitable de Utopía, para acabar acercándose más a un anarquismo no exento de ácida ironía. A lo largo de las líneas evoca una juventud incendiaria, en la que el Rimbaud comunero era el gran arquetipo, y concluye: “Yo era muy joven entonces, tenía el sol como única mira y minar las palabras me era grato. Los años, tal vez los descalabros, fueron suavizándome los gestos: ya no edito mordaces panfletos que quisieran despertar al país de los idiotas. Ahora les digo con desgano: sigan durmiendo, almas de Dios, felices sueños”. Pero acaso la frase que resume en los años ochenta su amargo desencanto contra cualquier tipo de violencia política, llámese revolucionaria o no, sea una: “Nunca fui a la guerra ni falta que me hace”.  Rabiosamente llama a Colombia el “país de los idiotas”, “país salvaje”, “país de Sísifo”, país cuya historia es “estúpida”, un país múltiplemente escindido, donde, cuando acaba una guerra no se conoce la posguerra.

    A la verdad, el intelectual crítico de izquierda ha entrado desde hace años en una dolorosa disrupción al ver que partidos y gobiernos de izquierda en occidente han fallado y sus militantes han descendido a una precariedad ideológica de desesperación y caído en secesiones sin fin que han provocado una desbandada de simpatizantes, como en Israel, Italia o México, o se ha vuelto folklórica y cavernaria, siguiendo lo peor de la revolución cubana, como en la Venezuela de Chávez y en la Nicaragua de Ortega. Como muchos de nosotros, un intelectual de izquierda como Roca, ha entrado en una soledad devastada en la que es preferible estar al margen que ser cómplice.  Dieciocho años luego de escribir ese poema, redactó otro (“Postal de ninguna parte”), en el que describe un país hermoso y confiable, no necesariamente utópico -sin guerra, sin asesinatos infames, y donde no existen desterrados, ni transterrados, ni desplazados-:

                                   Pero a decir verdad,

                                   Es todo lo que no es mi país,

                                   Lo que nunca fue mi país,

                                   Cada vez más lejano.

   A un escéptico autorizado, a un ateo que le gustaría construir su propia catedral imaginaria como Roca, a quien las lecciones de la política diaria sólo lo llevan a repudiarla sin poder a la vez alejarse o prescindir de ella, si prevalece en el mundo alguna felicidad, es en el arte, la amistad[8], el vino, la desnudez de la mujer, y paradójicamente, el gran amor doloroso, o más, la pasión sin declive por su país contradictorio.

   No sé si yerre, pero creo que el país más próximo a los afectos de Roca es México, y artísticamente, del México violento y fúnebre. Roca siente propios el despiadado humor negro -tanto en sus jocosas calaveras críticas como en el retrato picaresco y cruel de la vida diaria del pueblo- del grabador José Guadalupe Posada, el orbe dostoievskiano o kafkiano del dibujante José Luis Cuevas, y el territorio escindido en que no se sabe dónde empiezan la vida y la muerte, o quizá mejor, el purgatorio y el infierno, en la narrativa de Juan Rulfo. “Me siento más cerca de Comala que de Macondo”, ha declarado. Comala: un pueblo, o figuradamente, un país de ciudades enterradas habitado por espectros y almas en pena en el que los mexicanos mueren en vida y desmueren en la muerte, y donde en el fantasmal ámbito, hay apenas en el entorno, “jirones de aire”, “briznas de luz”, “desbande de rumores”, “el eco de un fantasma”: pedazos de lo que fuimos y pedazos de pedazos en los que nos hemos ido convirtiendo. Quizá Roca ha sido seducido de México por su magia, “la misma que atrajo”, a decir de él, a Barba Jacob, a Artaud, a Breton “y atrapó con rencores a Malcolm Lowry”. Pero para el propio Roca, que vivió años de su infancia en la Ciudad de México, es también una hondura creativa en el cuerpo, en el alma y el recuerdo. La palabra México –ha dicho- “conforma un collage de sentidos evocados”: En el collage hay “el habla popular, algún color que después supe que podía apellidarse [Luis] Barragán, las mil y una lengua de sus sabores, los partidos de futbol de sol a luna que jugué en Lope de Vega, colonia Chapultepec Morales, frente a mi casa que tenía el número 140, la lucha libre en la Arena Coliseo, la pantalla donde María Félix hablaba desde la caverna de su voz”.  

   Permítaseme terminar con dos textos representativos que hablan de dos personajes que en su oficio resumirían para Juan Manuel Roca, según yo, el último destino tanto del hombre como del arte. Uno se encuentra en un poema y otro en un cuento: se trata de un pintor oriental y un grafitero colombiano. En el primero, en el poema, titulado “Testamento del pintor chino”, el pintor hace que cosas y animales y personas vivan verdaderamente por su pincel, pero al mismo tiempo, cuando quiere, puede borrarlos y dejar que existan. Por ejemplo, por orden del Emperador, pinta en un cuadro una cascada, un caballo y, claro, a él mismo. Cuando el pintor decide borrar del óleo su propio cuerpo sabe que los otros se darán cuenta de “que es de la misma materia/ la ausencia de un hombre o de un caballo”. Es decir, la vida y el arte terminan en el silencio, el blanco, la nada.

    El personaje y el asunto del cuento[9] (“Los muros tienen la palabra”) son reales. El protagonista, al que sólo lo conocemos por el apellido Calderón, es en la Bogotá terrible de los años ochenta, un grafitero orgulloso de su oficio. No hay casi muro de la ciudad donde no haya pintado sus consignas contra los malos y pésimos gobiernos. Previsiblemente un día es aprehendido y llevado a prisión, donde día y noche le martillean las manos. Lo exilian. Arriba a París. Luego de un tiempo de recibir ayuda como asilado político le anuncian que tiene un empleo. Al llegar a la oficina, paradójica, cruelmente, se entera de que se trata exactamente de lo contrario de su oficio anterior: deberá “de cubrir de cal las paredes de París saturadas de grafittis”. Es decir: la escritura termina en el silencio, el blanco, la nada.



[1] Entre los libros de Roca se hallan Luna de ciegos (1975), Los ladrones nocturnos (1977), Señal de cuervos (1979), País secreto (1987), Ciudadano de la noche (1989), Monólogos (1994), La farmacia del ángel (1995), Un violín para Chagall (2003), Las hipótesis de nadie (2005), Testamentos (2008), Biblia de pobres (2009). 

[2] Quien hacía lo mismo que él pretende lograr en sus versos: “Al horror, agrego más horror,/ más belleza a la belleza”.

[3] En un singular ensayo Roca hace ver y oír cómo está poblada de cosas la poesía de José Asunción Silva y la manera en que Silva busca en los pasados vividos el alma de ellas. Cómo las cosas nos hacen ver en sus vejeces, ya el tiempo original, ya el tiempo en fuga, ya tiempos extraviados en tiempos sucesivos, y la manera en que tienen baudelerianamente correspondencias múltiples y son veta pródiga de infinitas metáforas. ¿Qué son las vejeces de la lírica de Silva sino el invierno y la noche de las cosas que buscan quedarse en un hoy estético mientras se malogran o menoscaban o destruyen día a día en un futuro sin luz? 

[4] Helen Keller era asimismo sordomuda.

[5] Por ejemplo, los girasoles y la silla vacía. 

[6] No en balde el cuadro del violín chagalliano dio título a uno de sus libros.

[7] No sería inútil añadir a Brueghel, al Bosco y a Durero, y del siglo XX, en un ayer próximo, Magritte, Duchamp, Chirico, Bacon, Balthus, el inevitable Picasso, … 

[8] Roca ha dicho: “Un amigo es una parte de nuestro yo atomizado”. 

[9] El cuento forma parte de Las plagas secretas y otros cuentos (2001).