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Poesía postmoderna | Carlos J. Aldazábal

El canto oscuro de la poesía postmoderna

 

Por Carlos J. Aldazábal[1]


 

Música/ Literatura/ Oralitura

Al comienzo fue la música, pura sucesión de sonidos y silencios sin adjetivos de por medio. Pura música, la música sin más, la que en su totalidad cubría todos los aspectos de una vida, desde el nacimiento hasta la muerte.

En algunas culturas tribales esa música sin adjetivación era, sin embargo, status de poder: no todos podían hacer la música, sólo los profetas, los sabios o los jefes. Y en esas sociedades, hacer la música era también hacer la palabra, hacer la poesía, la filosofía, la religión, las leyes. Todo eso era la música sin adjetivos, música que era palabra hermanada en el canto: la literatura, en sus orígenes ágrafos, fue música antes de ser dibujo.

La separación entre la música y el canto no fue una ruptura radical, fue paulatina, pero no definitiva. Como señala Agamben, una de las acepciones del término parodia “indica una separación entre canto y palabra, entre mélos y lógos”, aclarando que

en la música griega, de hecho, la melodía debía originalmente corresponder al ritmo de la palabra. Cuando en la recitación de los poetas homéricos, este nexo tradicional se corta y los juglares comienzan a introducir melodías que son percibidas como discordantes, se dice que ellos cantan parà tèn odén, contra el canto (o junto al canto) (…) En definitiva, según esta acepción más antigua del término, la parodia designa la ruptura del nexo “natural” entre la música y el lenguaje, la separación paulatina entre el canto y la palabra. O más bien, inversamente, entre la palabra y el canto. Es precisamente este debilitamiento paródico de los vínculos tradicionales entre música y lógos lo que hace posible, con Georgias, el nacimiento de la prosa artística. La ruptura del vínculo libera un pará, un espacio contiguo, en el cual se inserta la prosa. Pero esto significa que la prosa literaria trae consigo el signo de su separación respecto del canto. El “canto oscuro” que según Cicerón se escucha en el discurso en prosa (est autem etiam in dicendo quidam cantus obscurior) es, en este sentido, un lamento por la música perdida, por la pérdida del lugar natural del canto (Agamben, 2009: 49-50).

  

Así, en la Cultura Occidental, la complejización de las sociedades empezó a prestarle adjetivos a la música, al tiempo que permitía su abstracción. Los adjetivos "sacra" y "profana" fueron  el puntapié inicial de una serie de divisiones que, ya en las sociedades modernas, se multiplicarían al infinito. Entre esas adjetivaciones, las palabras “culta” y “popular” sintetizan la condensación de constelaciones de sentidos en disputa, que remiten a factores de clase, etnicidad y género, disputas de poder que modelan la especificidad de lo artístico en la modernidad, hundiendo sus raíces en la premodernidad medieval y greco latina, al tiempo que se proyecta en la expansión capitalista de la posmodernidad de los últimos tiempos: eso que algunos bautizaron como “globalización”. Así, con la música ocurrió un proceso análogo al que ocurrió con la literatura, y especialmente con la poesía: la distinción entre “poesía culta” y “poesía popular” aún sigue vigente en algunos manuales de enseñanza.

Al contrario de Agamben, capaz de reconocer el viejo nexo entre música y palabra en la Cultura Occidental, capaz de señalar el momento de la ruptura (ruptura nunca entendida en términos absolutos), Diego Fischerman piensa que la música “presenta muy pocas zonas comunes con el código verbal”(Fischerman, 2004:21), y más adelante señala que

En el campo de la literatura, por ejemplo, está más o menos claro lo que se incluye y lo que se excluye. Los cuentos que se le relatan a un niño a la hora de dormir no suelen formar parte de los estudios literarios universitarios (por lo menos hasta ahora), de la misma manera en que el guión de una publicidad puede integrar una unidad específica en un programa de formación profesional pero no forma parte del canon universitario de la literatura. En cambio, la musicología toma para sí un campo casi infinito que incluye la música publicitaria, las canciones de cuna, las canciones de las canchas de fútbol, de las fiestas populares, de las guerras y, por supuesto, la ópera, los recitales y los conciertos. En la literatura, por otra parte, igual que en el cine (el cine-arte es considerado un género, al igual que las comedias, el terror o las sagas espaciales), el mismo mercado define con bastante claridad lo que cumple sólo funciones de entretenimiento y aquello a lo que se considera arte. En la música, en cambio, todo es definido más o menos como artístico y las diferenciaciones, todavía en la actualidad, se relacionan más con cuestiones de clase social que con características del propio objeto (Fischerman, 2004: 23)

 

Seguramente, si Fischerman oficiara de crítico literario, en vez de crítico musical, la “claridad” u “oscuridad” que les asigna a la música y a la literatura cambiaría de polo, y lo que él llama “efecto Beethoven” pensando en la recepción de ciertas músicas, más cercanas a la abstracción, según cierta idea de arte occidental, podría transformarse en “efecto Goethe”, sin ningún problema. O, parafraseando al propio Fischeman, “efecto Hegel”: la literatura que, abandonando el ritual, al igual que la música, se ha convertido en abstracta.

Pero ni en literatura ni en música, las cuestiones de clase, etnicidad o género, dejan de tener sentido: son constitutivas de la característica del objeto estético, forme parte de la concepción occidental del arte o no. La amplitud que Fischerman le asigna a los estudios de música, en disonancia con los estudios literarios, podría invertirse para decir que los cantos de las hinchadas de fútbol, las canciones de las fiestas populares, las canciones de cuna y las canciones guerreras forman parte de la literatura, como lo atestiguan numerosos programas de prestigiosas universidades. La literatura también se hace cargo de esa amplitud, al igual que los estudios musicológicos. Pero no sólo lo hace desde el ropaje occidental de la palabra desritualizada, escrita y abstracta, sino que también aparecen enfoques en consonancia con lo que el teórico africano Yoro Fall ha llamado “Oralitura” (1992), ese esfuerzo por “reconocer la  estética  de  la  palabra plasmada en la historia oral, en las leyendas, mitos, cuentos, epopeyas, o cantos que son géneros creativos que han llegado hasta nuestros días de boca en boca. Y que en la globalización de la crítica cultural también constituyen poéticas sujeto de estudio por parte de sociedades letradas” (Friedemann, 1997). “Oralitura”, concepto que sirve no solamente para pensar la etnicidad de los textos, sino también, en este presente tribalizado de la postmodernidad, la recomposición del nexo entre lógos y mélos, ese nexo que la palabra poética nunca abandonó realmente, ni siquiera en su versión de canto oscuro, la nostalgia musical del prosaísmo moderno.

 

Temporalidad y Oralitura

El error de la concepción temporal de la Cultura Occidental es la linealidad evolucionista. Ese evolucionismo, presente aún hoy en ciertas concepciones del arte moderno, hace necesaria la utilización de un concepto como el de “oralitura” para restituir al presente expresiones estéticas que el etnocentrismo evolucionista había condenado, prepotentemente, al pasado.

En este sentido, las expresiones “poesía culta”, “poesía popular”, remiten a simplificaciones esquemáticas donde lo “culto”, asociado a las vanguardias, remite al futuro de las formas estéticas, en tanto lo “popular”, adjetivo de “pueblo”, a la sencillez e inocencia de un pasado imaginario donde el mundo, desprovisto de ciencia, se expresaba por mitos. En este tipo de simplificaciones, como bien lo señala Barbero (1987), recaen corrientes de pensamiento propias de la modernidad, tales como el iluminismo o el romanticismo, aunque también cierto marxismo esquemático, por el que circuló el evolucionismo más obtuso.

En contraste, otras corrientes de pensamiento, abrevando también en tradiciones marxistas, como la teoría cultural de Gramsci, han venido a cuestionar la linealidad evolucionista desde el eje crítico del pensamiento occidental.

Un buen ejemplo lo dan pensadores que juntan la tradición gramsciana con sus propias tradiciones culturales, como los hindúes que hacen una teoría cultural poscolonialista, al modo de Dipesh Chakrabarty, o ciertos poetas mupuches de Chile, como Elicura Chihuailaf, que hablan expresamente de “oralitura”, para referirse a su producción escrita.

Así, Chakrabarty, desde la perspectiva de los Subaltern Studies hablará de “la naturaleza dislocada de nuestra propia época” (Chakrabarty, 1999: 93), para señalar que “la relación de contemporaneidad entre lo modeno y lo no moderno, un ´ahora´ compartido que se expresa a sí mismo en el plano histórico pero cuyo carácter es ontológico, es lo que permite que el tiempo histórico se desdoble” (Chakrabarty, 1999: 110).

Esta complejización de la temporalidad lineal desde los pasados subalternos, propuesta por Chakrabarty, hace sentido cuando el poeta mapuche Elicura Chihuailaf señala en una entrevista que

La oralitura es escribir a orillas de la oralidad, a orillas del pensamiento de nuestros mayores y, a través de ellos, de nuestros antepasados. Se habla/escribe en primera persona. Así lo viví/escuché, así lo estoy viviendo/escuchando: me digo, me dicen, me están diciendo, me dirán, me dijeron. Todo ello brotando desde una concepción de tiempo circular: somos presente porque somos pasado (tenemos memoria) y por eso somos futuro. La totalidad sin exclusión, la integridad sin fragmentación de la vida y de todo lo viviente.

Las creaciones de los oralitores son como sueños cuyos significados y musicalidad se van descifrando y corroborando sin prisa ante nuestros otros/otras, a modo de conversación, como una forma de vida de la que no nos podemos excluir. Por eso, una vez que pasan a la escritura, siempre son textos no concluidos (Osorio, 2003). 

 

Así, en la apropiación de la idea de oralitura que hace el poeta mapuche, la palabra y la música se retroalimentan, no hay ruptura: el canto oscuro de la escritura se vuelve luminoso en el momento en que se dice, en que se vuelve sonido. La transición de la grafía a la melodía del lenguaje es lo que le da al texto de la oralitura el punto final de lo acabado.

 

Pre, Post y otras modernidades: la cuestión del Poder

Según la anécdota, contada por uno de sus hijos, durante una presentación de libros de poemas, el músico Gustavo “Cuchi” Leguizamón, al ser inquirido por la cuestión del poder, respondió “Para mí, el poder es poder tocar el piano” (Palermo y Leguizamón, 2004).

La cuestión del poder habilitante, ya explicada por Foucault en las entrevistas y ensayos de Microfísica del Poder (1994), se ha transformado, en las sociedades informatizadas de la postmodernidad, en una cuestión central: dilucidar un poder expresivo en la proliferación discursiva de las redes sociales da cuenta de la imposibilidad de instaurar un régimen de verdad único, lo que lleva al espejismo de una suerte de democracia semiótica en la blogósfera contemporánea (Juárez Aldazábal, 2006), multiplicada al infinito en las nuevas redes sociales.

Esto quiere decir que algún fanático de las comunidades virtuales puede llegar a pensar que todos los discursos de la red tienen la misma facultad para proponer agenda, lo que significaría que todos los discursos en la red tendrían el mismo peso relativo. Así como el Cuchi entendía su poder como poder para tocar el piano, hoy el poder semiótico pasa por tener una cuenta en una red social asociada a un blog. Eso, en tanto se tenga acceso a Internet, no se le niega a nadie. Pero la falacia de esa horizontalidad discursiva no deja de percibirse a cada instante.

Tomemos como caso el campo de la poesía postmoderna argentina, en su versión virtual: en cierta página, el prestigioso poeta x, apadrinado por el prestigioso escritor z, escribe una serie de calumnias contra el poeta j, remitiéndose al arte de injuriar que desarrollaron con maestría los poetas españoles del Siglo de Oro (Góngora Garcilaso, Quevedo). Claro que en este juego virtual, la maestría y la destreza de los poetas españoles brillan por su ausencia. La impunidad para injuriar del poeta x se basa, lisa y llanamente, en la imposibilidad de imponer algún régimen de verdad que dure más de dos días en el marco efímero de la virtualidad. La misma impunidad que hace que ciertos “poetas” hablen de la muerte de la lírica y de la musicalidad en la palabra, mientras celebran la producción de discursos que remiten a oralidades marginales, pero que lejos de vincularse con la crisis de la temporalidad occidental, logran repetir el pensamiento evolucionista para ponerlo al servicio de sus propios intereses, poder de enunciación que ha servido para confundir la producción de la nueva poesía argentina con la producción raquítica de algunos talleres literarios de Buenos Aires y sus adyacencias. Esta versión de la llamada poesía de los 90, a la que vengo denominando “poesía postmoderna”, tuvo el mérito de adelantarse a la fugacidad de Internet, pretendiendo imaginarse como vanguardia, imaginación que diluyó la cuestión del poder en el marco del capitalismo en términos de “no política”. Esta “vanguardia estética” y no política se fue conformando en un presente absoluto como fuga del pasado, demasiado político para negociar un prestigio simbólico articulado en la sociabilidad, más que en la producción de textos. Como señala Emiliano Bustos,

Es como si la discusión (la historia) se hubiera detenido, hacia atrás, hacia delante. Es el puro presente sin discusión. Los noventa no se discutieron. De hecho muchos poetas posteriores no pudieron, no supieron o no quisieron discutir con los noventa. Entre los primeros y segundos noventistas se dio una relación vertical, como la que se puede dar entre los directivos y los empleados de una empresa. Por eso tanto epígono, por eso todavía puede olerse el desmesurado cuidado por la “fuente de trabajo” (Bustos, 2010: 19)       

 

Para completar la descripción de Bustos, cabe señalar que en la poesía postmoderna no hay oralitura. La parodia, señalada por Agamben como escisión de mélos y lógos, en estos textos deja de expresarse, para adquirir el sentido fuerte de la definición de Genette (1982): parodia como transformación de un texto en otro texto con función lúdica. Pero lo que en Leónidas Lamborghini constituía un ejercicio de musicalidad crítica, en la mayoría de los epígonos postmodernos aparece como prosaísmo afónico, donde el canto oscuro que sobrevive en los ritmos cortados de una prosa maquillada de poema, remite a la gramática kitch del pop, y a todas las banalidades de la cultura masiva ofrecida por el capitalismo en su versión neoliberal.

 

Poesías/Musicalidades/Diversidad Cultural/Diversidad Temporal

En 1966 la antropóloga Anne Chapman grabó los cantos chamánicos del pueblo ona, de Tierra del Fuego, a través de la voz de una mujer: Lola Kiepja. La paradoja de que haya sido una mujer la guardiana de las palabras de los hombres de su pueblo (de haber estado vigente su cultura, lejos del genocidio que sufrió, a esta mujer chamán se le hubiera prohibido la emisión de esos cantos), no va en desmedro con la intensidad de su poesía, expresada en la oralitura: “Sacarle para sangre todo eso” se puede escuchar en la grabación, o leer en la transcripción, en medio de la musicalidad ona, sonidos guturales que parecen pertenecer a un hombre de voz ronca (Chapman, 1990).

Un año atrás, en 1965, el poeta salteño Manuel J. Castilla escribía varias coplas dedicadas a una quinceañera de la localidad de La Poma que, música del Cuchi Leguizamón mediante, devendría en la zamba La pomeña, popularizada por Mercedes Sosa, entre otros intérpretes. Cuarenta años después, en 2005, en un documental transmitido por Canal (á), Eulogia Tapia, la quinceañera de la zamba, narraba el origen del poema, y en el relato la música de su oralidad vallista alternaba con la oralitura de sus coplas cantadas como baguala: “Papel y sobre /tanto trabajo/ pa´vivir pobre”, con voz aguda y en una escala tritónica, propia del desarrollo musical de los pueblos indígenas andinos (Juárez Aldazábal, 2009).

En 2009, la poeta mapuche Liliana Ancalao publicaba el libro bilingüe español/ mapuzungun Mujeres a la intemperie. En la solapa, el poeta chubutense Jorge Spíndola, creador, junto al porteño Rodolfo Edwards, de una hojita de poesía que en la Buenos Aires de finales de los 80 se llamó La mineta, escribía en el prólogo:

Una oralidad prestigiosa que ahora se place de ser escritura: “decíamos qué frío/ para mirar el vapor de las palabras/ y estar acompañados”. Que se goza de enunciar antiguas palabras de nuestra ruralidad persistente: “los caballos en fila/moro zaino pangaré tostado bayo”, saludando el afmapu, ese horizonte despejado. Y aunque esa felicidad no sea siempre, porque otras veces trae “arena en las coyunturas”, ella va poblando la intemperie página tras página de susurros, de otras bocas entregadas al antiguo ritual de hablar para saber, o arrebatarle al vacío lo que jamás debió ser suyo (Spíndola, 2009)

 

Todos estos ejemplos de oralituras ilustran la diversidad cultural y temporal del país poético. En todos ellos, el nexo entre música y palabra brilla intacto, lejos del canto oscuro de la poesía postmoderna, lejos de la poesía desritualizada y abstracta propuesta por el paradigma de la linealidad temporal de Occidente.

Simplificar, empobrecer, reducir la riqueza poética del país a un grupo de talleristas que se pretenden vanguardia, no es más que un modo de reproducción de los valores efímeros propuestos por las reglas (de nicho) de mercado, el pequeño poder de imponer (brevemente) la agenda de la literatura nacional (siempre en una versión lineal y paródica) a través de las redes sociales y los sitios virtuales de moda.

En contra de lo que sostiene Fischerman, tanto en literatura (y especialmente en poesía) como en música no hay claridades. Las cuestiones de clase, de etnicidad y de género no son elementos decorativos que se mantienen al margen de la producción estética. Todo “efecto Beethoven”, también y especialmente en literatura, es una experiencia de la percepción unida, indisolublemente, a cuestiones de poder. Las complejidades estéticas que invocan todos los ejemplos culturales de las oralituras mencionadas más arriba poco tienen que ver con un “efecto” dependiente del objeto estético en sí mismo, y mucho con las tradiciones culturales inscriptas en la superficie de los poemas/cantos. Tradiciones que en el campo de la lucha cultural permiten construir sentido, goce estético, pero también resistencia al sentido común, a las imposiciones del poder, al canto oscuro de la poesía postmoderna.

Estas oralituras, llevan implícitas marcas que remiten a las voces silenciadas de sus presentes y pasados subalternos (Chakrabarty, 1999), voces que en el recodo de la diversidad temporal vuelven a cantar, con la potencia de lo que perdura.

 

Bibliografía

Agamben, Georgio (2009), Profanaciones, Buenos Aires, Adriana Hidalgo

Ancalao, Liliana (2009), Mujeres a la intemperie, Buenos Aires, el suri porfiado

Barbero, Jesús Martín (1987), De los medios a las mediaciones. Comunicación, Cultura y Hegemonía, Barcelona, Gustavo Gili

Bustos, Emiliano (2010), “Papel picado, Keruac y Hamlet”, en Si Hamlet duda le daremos muerte, Buenos Aires, Libros de la talita dorada

Chakrabarty, Dipesh (1999) “Historia de las minorías, pasados subalternos”, en revista  Historia y grafía Nº 12

Chapman, Anne (1990),  El fin de un mundo. Los selk´nam de Tierra del Fuego, Buenos Aires, Vázquez Mazzini

De Friedemann, Nina (1997), “De la tradición oral a la etnoliteratura”, en Revista América Negra Nº 13

Fall, Yoro (1992) "Historiografía, sociedades y conciencia histórica en África", en

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Fischerman, Diego (2004), Efecto Beethoven. Complejidad y valor en la música de tradición popular, Buenos Aires, Paidós

Foucault, Michel (1994), Microfísica del poder, Barcelona, Planeta-De Agostini

Genette, G. (1982),  Palimpsestes. La littérature au second degré. Paris, Seuil

Juárez Aldazábal, Carlos (2006) “La democracia semiótica del blog”, en Revista Teína Nº 12

---------(2009) El aire estaba quieto. Cultura popular y música folclórica. Buenos Aires. Ediciones del CCC

Osorio, José (2003), “Entrevista a Elicura Chihuailaf”, en

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Palermo Ema y Leguizamón Delfín (2005), “El poder de un solitario. Testimonios”, en Revista Las Ranas Nº 1

Spíndola, Jorge (2009) “Mientras gire el tiempo azul”, en Ancalao, Liliana, Mujeres a la intemperie, Buenos Aires, el suri porfiado

  


[1] Carlos J. Aldazábal  (Salta, 1974). Poeta y ensayista. En poesía publicó La soberbia del monje (1996), Por qué queremos ser Quevedo (1999), Nadie enduela su voz como plegaria (2003), El caserío (2007), Heredarás la tierra (2007), El banco está cerrado (2010), Hain, el mundo selknam en poesía  historieta (2012, con ilustraciones de Eleonora Kortsarz), Piedra al pecho (2013) y Las visitas de siempre (2014). En ensayo, El aire estaba quieto. Cultura popular y música folclórica (2009). Entre otros, obtuvo el Premio Alhambra de Poesía Americana (Granada, España) y el Primer Premio en Ensayo del Fondo Nacional de las Artes.