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Eduardo Lizalde | J. Mendoza Romero

El tigre latigado, la poesía de Eduardo Lizalde

 

Por Jorge Mendoza Romero


 

El albatros en el aire

En un conocido ensayo sobre Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma estableció que la identidad es efecto de una ambivalencia: el hombre se considera unas veces como un hijo de dios y otras tantas como un hijo de vecino. Es uno o es uno entre tantos. Tal ambivalencia —refiere el poeta español— es el punto de partida de todo poema contemporáneo.

                Aproximadamente desde el Romanticismo hasta la mitad del siglo pasado, el poeta encarnó bajo su filiación divina: pararrayos celeste (Darío), pequeño dios (Huidobro), hombre de dios (Gorostiza). En “El albatros” de Baudelaire quedó sellada esta condición doble: en vuelo los albatros —imagen del poeta— son “príncipes de las nubes” pero exiliados en la tierra “sus alas de gigante les impiden la marcha”. Para realizar su filiación divina, el poeta necesitó de un procedimiento verbal que le permitiese erigir un mundo que, tras un aparente caos, se comunica y se ordena. De este modo la metáfora se convirtió en la raíz del árbol de la estética simbolista, donde crecieron grandes preguntas metafísicas.

        Hacia la mitad del siglo XX el árbol había dado frutos distintos pero emparentados porque cada uno, de una u otra manera, enarboló la metáfora: la poesía pura y el surrealismo; y frutos hispanoamericanos de inspiración europea: el modernismo, el creacionismo, el ultraísmo o el estridentismo entre nosotros. El rango de asociación de los objetos de la metáfora quizá sea uno de los puntos de referencia para calcular la distancia que separa a poemas como Altazor y Cántico, por ejemplo. Sin embargo en 1950, sólo por referir una fecha aproximada, las ramas habían colmado su altura. No quiero decir que después de este punto la metáfora se exiliara del poema. Siguió y seguirá practicándose sólo que abandonó el sitio de privilegio —la poesía de Eduardo Lizalde es precisamente una continuación del uso de la metáfora pero al servicio del poeta en tanto hijo de vecino. Y junto a este gesto de retirada, hay un debilitamiento del poeta como hijo de dios.

La estética simbolista adquirió rostro en México a través del modernismo durante los últimos años del siglo XIX y las primeras dos décadas del siguiente. A través de la generación de Contemporáneos —a excepción de Salvador Novo— conquistó su punto cimero,  Muerte sin fin de 1939. La generación de Taller incorporó los gestos surrealistas de la Generación del 27 y de Pablo Neruda. Efraín Huerta extendió su ciclo simbolista hasta los primeros años setenta cuando brota una miniatura verbal que encierra un golpe de ironía, los poemínimos. En el caso de Octavio Paz su poesía es un tránsito calculado por cada una de las notas de la estética simbolista en todos sus libros. Alí Chumacero es una íntima pausa y resumen antes de que se vuelva necesario resolver el problema hermenéutico de escribir poesía más allá de las coordenadas de la estética simbolista.

 

El albatros en el suelo

En la década de 1950, tras su regreso de Europa, Octavio Paz propagó, no exento de controversias y de diatribas —entre ellas, una de Eduardo Lizalde—, una nueva oleada de surrealismo en México, o quizá sería más acertado decir, de onirismo, un surrealismo atenuado que no se fragua en la libre asociación del automatismo puro. De modo paralelo a la publicación de libros como ¿Águila o sol? (1951), la Estación violenta (1958), praxis de la estética simbolista y de El arco y la lira (1956) donde se reflexiona ampliamente sobre la poesía moderna y en particular sobre el surrealismo, aparecieron libros en los que se imprime la filiación vecinal del hombre, Horal (1950), La señal (1951) o Tarumba (1956) de Jaime Sabines en primer término, o Los demonios y los días (1956) y El manto y la corona (1958) de Rubén Bonifaz Nuño —en el concierto hispanoamericano, en 1954 aparecieron dos libros que a su modo fueron palancas de los nuevos tiempos, Odas elementales de Pablo Neruda, aún en el camino de la analogía, y Poemas y antipoemas de Nicanor Parra (no deja de sorprender que quien haya escrito “Los poetas bajaron del Olimpo” haya declarado que la antipoesía es un “surrealismo criollo”); del otro lado del Atlántico, tras las obras de Gabriel Celaya, Blas de Otero y José Hierro surgieron libros como Áspero mundo (1956) de Ángel González. En ellos se debilita el sujeto del poema y los procedimientos verbales ya no privilegian la metáfora. Los versos se vuelven en gran medida metonímicos y algo más importante: se escuchan las voces de la calle.
            
    
                  He tomado un par de páginas para establecer lo que considero son las posiciones estéticas de la época en que un grupo de jóvenes nacidos al final de la década de 1920 se plantearon un programa lírico desde la teorización y la praxis a través de tres principios: la originalidad, la complejidad y la claridad. No será este espacio para la crónica ni el análisis del poeticismo, ese movimiento fundado por Enrique González Rojo y Eduardo Lizalde alrededor de 1948 y al cual se adhirieron Marco Antonio Montes de Oca o Arturo González Cosío. Me interesa sobre todo aquilatar las invenciones verbales de Eduardo Lizalde y advertir que el abandono del poeticismo posibilitó un arte de la convalecencia, en el sentido dado a este término por el filósofo Gianni Vattimo: escribir con las marcas de una enfermedad de la que uno se ha curado. La poesía de Eduardo Lizalde a partir de El tigre en la casa fue escrita de este modo, en un momento de sublimación para el poeta, luego de una juventud de aventuras estéticas sin fortuna.

                Si el ultraísta vio en la metáfora el elemento esencial de la poesía, el creacionista, el medio para demostrar que el poeta crea del mismo modo que la naturaleza y el surrealista, un camino para asilarse en un delirio liberador, para los jóvenes poeticistas,  la metáfora se convirtió en una batalla del cálculo, la lógica y el análisis. Los escasos poemas poeticistas que hemos podido leer y la publicación de la Autobiografía de un fracaso (1981) de Eduardo Lizalde y más recientemente de Ayer y hoy. Reflexiones sobre poesía (2007) de Enrique González Rojo forman un episodio de los estudios retóricos en México. Para la mala fortuna de los jóvenes poetas, no se tradujeron en los poemas innovadores, complejos y sin ambigüedades a los que aspiraron.

                Sin embargo en la encrucijada que dibujó el agotamiento de la estética simbolista y la irrupción de la antipoesía, la poesía conversacional, el coloquialismo o el realismo coloquial —diferentes modos de denominar un aire de familia— este asedio racionalista de la metáfora otorgó a la poesía de Eduardo Lizalde su singularidad cuando emprendió el tercer periodo de su producción, si fijamos el primero en la etapa poeticista y en el cruce con el social realismo, y el segundo con la publicación de Cada cosa es Babel.

                Todos los poetas nacidos en las décadas de 1920 y 1930 debieron resolver esa encrucijada. Jaime Sabines y el nicaragüense Ernesto Cardenal se instalaron desde su primer libro en la nueva poética; Rubén Bonifaz Nuño lo hizo muy pronto; Rosario Castellanos, deslumbrada del mismo modo que Eduardo Lizalde con Muerte sin fin que leyeron en la antología de Laurel (1941), asumió en su primer libro los escarceos simbolistas y después de publicar poemas en la misma media dolorosos y magníficos, se trasladó hacia la nueva dicción al final de los años sesenta, cuando otro poeta, José Emilio Pacheco, publicó No me preguntes cómo pasa el tiempo (sobre su primer libro, Los elementos de la noche, Alí Chumacero dijo: “poesía equilibrada entre el esplendor de la metáfora y la oscuridad de la reflexión”). Según el propio José Emilio Pacheco, con Rosario Castellanos “se afianzó en la poesía mexicana una corriente que podríamos llamar “realista”, directa, coloquial (pero no prosaica), en cierto sentido antimetafórica, y se cumplió la gran ruptura de la generación de 1950 con el simbolismo.»

 

De sapo a rosa

Eduardo Lizalde, pues, ejecutó una hazaña que en manos de otro hubiera podido conducir al fracaso. Halló una salida o, más bien, un pliegue entre la estética simbolista y el realismo coloquial. Si el hermanamiento de metáfora y humor dio por resultado la greguería de Ramón Gómez de la Serna, Eduardo Lizalde sumó a la metáfora, la ironía del epigrama, los giros coloquiales, el anticlímax y un sujeto poético latigado (ya no por preocupaciones sociales ni metafísicas, sino por el pozo ciego de las emociones negras: el amor fallido, el odio, la demolición de la utopía política). Las marcas del “predominio de heterogeneidad”  —como denomina Evodio Escalante a la particular combinatoria asociativa del poeticismo— perviven en quien se ha curado de la inclinación gongorina, realsocialista y artepurista de la juventud. Sin embargo esta vez la alquimia convirtió “al sapo en rosa”. Rosa oscura y nihilista, no obstante.

                En una entrevista con Marco Antonio Campos, Eduardo Lizalde refirió su enfrentamiento con el lenguaje coloquial: 

Conseguí soslayar el lenguaje barroco utilizando un lenguaje coloquial, lenguaje en que, por demás, el poeta no está a salvo de torpezas y versos fallidos. Tanto uno como otro exigen una labor y una concentración máximas.

El primer inconveniente surgió al preguntarse cómo tratar el lenguaje coloquial. La solución que encontré fue remorder la lengua, romperla, ajustar, rehacer. Tratar de seleccionar bien lo menos dicho. Si utilizaba una frase coloquial, buscaba que no estuviera, por ejemplo, en Rulfo o Fuentes. 

La fuente de enunciación de ese lenguaje es un sujeto del poema que ya no puede pronunciarse enfáticamente ni formularse los mismos problemas de quien se concibe según su identidad de hijo de dios. La poesía de Eduardo Lizalde y gran parte de la poesía del periodo, más que una disolución del “yo lírico”, buscó debilitar su fuerza, pasar en suma, de la filiación divina a la vecinal. En Eduardo Lizalde esta filiación se encarna en una afilada prosopopeya felina. Es en cierto modo otra paradoja. De nueva cuenta el predominio de la heterogeneidad: el tigre, fiera imperial, latigado por el dolor. Por eso uno de los poemas de mayor contundencia y arco climático de El tigre en la casa —«Recuerdo que el amor era una blanda furia / no expresable en palabras...»— se inmola en una coda de auto escarnio: «Recuerdo muy bien todo esto, amada, / ahora que las abejas / se derrumban a mi alrededor / con el buche cargado de excremento.» O bien la disminución del sujeto se obra gracias a una ironía bien calculada: «De pronto, se quiere escribir versos / que arranquen trozos de piel / al que los lea. / Se escribe así, rabiosamente, / destrozándose el alma contra el escritorio,/ (...) Uno se pone a odiar como una fiera, / entonces, / y alguien pasa y le dice: / “vente a cenar, tigrillo, / la leche está caliente”.»

                Si el sujeto habla en tanto hijo de vecino correlativamente a quien se dirige será alguien situado en su misma condición de identidad. Aquí se encuentra una de las particularidades menos resaltadas por los críticos de Eduardo Lizalde, la gran elaboración de los vocativos, los destinatarios explícitos e internos del poema. Se podría considerar como otra herida sanada del poeticismo. La pretensión de formular una teoría poética lo enfrentó a un análisis minucioso de todas las partículas del lenguaje. Agonizó junto a sus compañeros poeticistas en la búsqueda de todos los matices semánticos de las preposiciones. Eduardo Lizalde es probablemente el poeta hispanoamericano que mayor atención le ha entregado al vocativo, partícula inseparable del epigrama; para que el epigrama cumpla su feroz cometido no deben haber vacilaciones sobre la identidad de su víctima.  En uno de los poemas más celebrados de Lizalde nuevamente se dibuja el mismo arco descendente. Abre con una deprecación —«Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;»— y cierra con una mezcla inaudita de destinatarios: «Es esto, dioses, poderosos amigos, perros, / niños, animales domésticos, señores, / lo que duele.»

                En muchos poemas el apóstrofe sirve para aclarar las reescrituras o intertextualidades que los apuntalan («La tarántula, oh Bécquer, / que vive enamorada / de una tensa magnolia.» O para ironizar sobre algún grupo social especializado: «El miserable cuerpo entrado en siglos, / puesto en la adolescencia de sus ruinas, / entrado en el bazar, oh teóricos, / de los trastos pensantes...» Una de las últimas profecías de La zorra enferma concentra hasta veinte destinatarios en una esperpéntica acumulación: «...astas y falos inocentes, / machos perfectos, ínclitos pederastas, / paranoicas vírgenes, masoquistas mártires, / damas y caballeros andantes, / padres de la Patria, /críticos y loqueros de la literatura...» Finalmente, uno de los poemas aún no coleccionados en la Nueva memoria del tigre, «Triste Paco Rabanne», concluye dirigiéndose a este personaje que da nombre a la casa española de perfumes, perfumes que disfrazan el soterrado olor a muerte de los humanos («y por eso robamos a las flores su aroma / y a las bestias sus líquidos potentes (...) Triste, loco, patético, vergonzoso / y estéril nuestro Paco Rabanne»). Cuando el destinatario explícito es una mujer, sólo se emplea un vocativo, “amada”. En los poemas misóginos, el sujeto de la enunciación adopta la posición de la actitud épica y habla de la “artera zorra” y la “perra” desde la distancia de la tercera persona.

                El monólogo dramático fue inventado para contener los excesos del romanticismo y para hacer evidente la artificial identificación del sujeto de la enunciación del poema con el poeta. En cierto modo se trata de una crítica del simbolismo o, sería más acertado decir, de su raíz romántica. Encarna otro asedio a la filiación divina en favor de la vecinal. En lengua española, Luis Cernuda y Jorge Luis Borges lo incorporaron al repertorio de sus procedimientos cuando asumen la crisis de la estética simbolista (Borges encontró varias salidas, además del monólogo dramático, en la hipálage a partir de El hacedor de 1960). En México, José Emilio Pacheco asegura que algunos poemas de los años treinta de Salvador Novo deben leerse como monólogos dramáticos. En cualquier caso se trata de otro escritor próximo a la literatura inglesa.

En el medio siglo, Rosario Castellanos lo puso al servicio de su reclamo femenino en la insuperable “Lamentación de Dido” y una década más tarde, escribió el “Testamento de Hécuba”. De los personajes míticos elegidos por Castellanos, José Emilio Pacheco acudió a los históricos y a partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo, asumen la voz del poema Bernal Díaz del Castillo, José Ortega y Gasset o Fray Antonio de Guevara entre muchos otros.

Pensaba yo, que Eduardo Lizalde —narrador también como Castellanos y Pacheco— había escrito los primeros y únicos monólogos dramáticos de su poesía a partir de la década de los setenta cuando aparecieron en La zorra enferma (1974). Sin embargo en otra entrevista con Marco Antonio Campos, Eduardo Lizalde explicó que «La bella implora amor» y “Otra vez Monelle”, dos rarezas porque se trata de poemas monologados por mujeres, habían sido escritos en el mismo periodo de El tigre en la casa, sólo que “Sucedió que esos poemas los redacté cuando ya se había cerrado el libro y se guardaron en el cajón.”

En La zorra enferma hay un total de ocho monólogos dramáticos. Frente a los personajes elegidos por Castellanos y Pacheco, Eduardo Lizalde prefiere a los burladores  (Casanova), poetas (Ronsard) y criminales poetas (Villon); personajes bíblicos caídos (Adán y Caín); y dos mujeres, una hermosa y un prototipo de la prostituta (Monelle). La elección de esta última puede sugerir que la apropiación del monólogo dramático sea secundaria, porque antes se encontraría la apropiación de Marcel Schwob, el autor de las Vidas imaginarias, desenterrador de la jerga criminal de Villon y lectura básica de los talleres de Juan José Arreola.

Los casos de Adán y Caín son paradigmáticos de la filiación divina socavada. Ellos le sirven a Lizalde para que el nihilismo se hermane definitivamente con su poesía. Casi todos a su manera son caídos, víctimas de la filiación vecinal, aunque excepcionales: Villon celebra ser «la más dorada escoria de París»; Monelle alecciona: «Dulces señoras, / lo verdaderamente despreciable / no es prostituirse / sino prostituirse a medias.”; Casanova apunta en su diario «Soy yo el que colecciona, y no mujeres, sino almas;». El monólogo dramático de Ronsard es una reescritura de uno de sus poemas más célebres que también ha traducido Eduardo Lizalde.

«La bella implora amor» ofrece la insatisfacción de quien es unigénita, hija de dios, en un horripilante mundo poblado por hijos de vecino. De este modo se justifican las hipérboles memorables. La bella entabla un diálogo con dios, su único igual: «me has construido a tu imagen inhumana / perfecta y repelente para los imperfectos / y me has dado / la cruel inteligencia para percibirlo.» Tras la ejecución jocosa de las metáforas exagerativas se advierte la huella de la búsqueda poeticista de la juventud, pero refrenada por quien sabe administrar las asociaciones y los giros de humor voluntario: «...no me diste sólo muñecas de cristal / manos preciosas —rosa repetida— / o cuello de paloma sin paloma / y cabellera de aureolada girándula / y mente iluminada por la luz / de la locura favorable: hiciste de mi cuerpo un instrumento de tortura, / lo convertiste en concentrado beso...»

Nuestra existencia de hombres sin atributos nos liga a la poesía de Eduardo Lizalde. Posee la fuerza para deshilvanar la trama de nuestras seguridades y en ella nuestros deseos encuentran un irremplazable adjetivo cáustico. Se puede recorrer la poesía de nuestra lengua y difícilmente se hallará un manto de oscuridad anímica —no de sentido— exacto en su malditismo, eficaz en su expresión, rotundo en su auto escarnio.