Luis Lorente


            Luis Lorente (Cadenas, Cuba, 1948)

Ha publicado Las puertas y los pasos, Premio David de Poesía, UNEAC, 1975; Café Nocturno, 1984; la plaquette Ella canta en La Habana, 1985; Como la noche incierta, 1991 (junto al poeta Aramís Quintero); Aquí fue siempre ayer (Unión, 1997); Esta tarde llegando la noche –libro con el cual obtuvo el Premio Casa de las Américas, 2004 y el Premio de la Crítica de ese mismo año–, Más horribles que yo (Ediciones Matanzas, 2006), Premio de la Crítica 2007. Ediciones Unión (de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba) publicó, en el año 2008, su antología poética Fábula lluvia. Parte de su obra ha sido recogida en antologías editadas en Cuba y en el exterior.

 


 

 


DÍSCOLO

 

Tú que escribes por mí, dime

si has visto el aire horizontal

que minucioso en el transcurso

de la noche pasa y lo descubre

todo, incluso el alma muerta

de las cosas, la luz que inclina

su mirada hacia las hojas llenas

de palabras, hacia las hojas donde

unos dibujos de esmerados nervios

acaban diciendo, mejor me acompañas

y escribimos juntos, no las mismas páginas

sino algo terrible, con sangre y desesperado.

Una historia absurda como fue esta historia

de tú y yo sentados en sillones

dando fuertes gritos pero sin hablarnos.

Humildes, sin nombres, como si este tiempo

detenido encima de nosotros mismos

nos borrara el nombre, o no permitiera

que fueras mi amada, repleta siempre

de infortunios que caían del cielo

o yo provocaba, díscolo, inventado

por quién sabe dónde, como a la deriva

como esos papeles que andan por la casa

estrujados como los zapatos que ya nunca

usamos, siniestros zapatos.

Tú que escribes por mí, dime cómo viste,

dónde estabas cuando los muertos cercanos,

tranquilos comieron hirvientes cebollas

y escogían las tazas, primorosas tazas,

las de la vitrina, con flores, para el café amargo.

Un día me contaste que una de las ánimas,

la más intimista, quería acariciarte tu pelo rojizo

pero vio a María que bailaba sola en la sala oscura

–el aire apagaba las velas radiantes–

y se fue, la viste salir deslizada por una ventana

como un pez plateado que no recordabas

por inalcanzable y que pertenecía al mundo

de lo extraordinario, donde no hay mañanas, dices,

sólo transparencias, ni noches, ni páramos;

pero hay una lluvia que tampoco es lluvia

por su ligereza, por iluminada. Dime más,

¿de dónde viniste?, háblame y deja

olvidados, que el polvo los muerda

hasta destruirlos, hasta que zozobren todos los zapatos.

 

 

 

CAMPO DE SPORT

 

Yo nunca he vuelto a estar ni mucho menos cerca de aquel olor

que había en los campos de sport. La hierba, solamente, recién cortada

a veces, hace que resucite aquella sensación que cada día añoran mis

sentidos.

Digo campo de sport y un sobresalto recorrerá mi cuerpo y a la memoria

acude una inaudita claridad que yo aprovecho para vivir de nuevo

y otra vez el tiempo, la plenitud que ejerce su dominio

desde un extremo a otro de la tarde.

Campo de sport e irradia la invencible figura de mi padre en el gimnasio

entre anillas, caballos con arzones, paralelas.

La cancha de hand ball, un templo acústico en donde paso a paso

imité a los atletas y mientras resonaban violentos pelotazos

hacía abstracción y comparaba el olor en ascenso por las altas paredes

con el opuesto, el acre poseído de todos los gimnastas y su musculatura

exhibida después en los baños de mármol.

Pero el placer intenso, summum de la persecución de lo inefable,

estuvo siempre allí, concentradísimo, en el cuarto donde guardaban las

pelotas.

Un haz de luz traspasa los cristales de un leve intenso color fuego amarillo,

dejando ver el polvo, minúsculas partículas, inclinado hacia el suelo

donde inquietos reposan los balones de basket.

Dios me cubría cuando aquellas dos manos acariciaban la redondez

alzada hasta mis labios para reconocer el más amable de todos los olores

que hubo siempre en el mundo.

Cinco dedos accionan sobre la esfera curtida por el uso

y que según tengamos adiestrados los brazos le podrían imprimir velocidad

y ritmo al dribble con que serán burlados los contrarios.

Murmura el agua cuando no cae deprisa; sube tan lentamente

que puede provocar desasosiego y ansiedad entre los nadadores

que hacen calentamiento alrededor de la piscina.

Recién pintado el fondo es réplica del cielo. A cielo huele el aire

al circular por la sala de esgrima.

Y tritones de lúcidas aletas sueñan con una rapidez

capaz de ir acortando disímiles distancias.

Ella es Raquel Mendieta, oigo decir; mis ojos como desorbitados

persiguen la figura, chorreando todavía en el pecho y la espalda

unas íntimas gotas de agua dulce.

Disipado en la tarde hay un clamor.

En lontananza, donde adquiere la forma inusual del olvido,

hay un clamor que oscurece la hierba y el camino,

de escombros que te incitan a seguir al olor innombrable

de esa parte del mundo que fue el campo de sport.